sábado, 3 de marzo de 2018

Edificación

En numerosas culturas antiguas, la arquitectura sagrada y palaciega ha sido considerada como una imagen del universo. La disposición de los edificios que componen un recinto, su distribución interior, puede reproducir la planimetría celeste. En la India védica, anterior al budismo, incluso, la planificación urbana y la disposición de los principales equimamientos reproduce -o reproducía- una desmesurada figura antropomórfica estirada sobre la tierra: el cuerpo del dios Purusha, u Hombre primordial, que aceptaba unirse a la tierra, la diosa material y maternal Prakrti, y sacrificarse para que, de sus miembros y órganos, brotaran ordenadamente los edificios. En el Egipto faraónico, el sol transitaba diariamente por el cielo y el mundo de los muertos gracias al circuito al que invitaba la elongada disposición de los distintos recintos que configuran un templo. Si la renovación del mundo, en el Cristianismo, se mantiene hasta el final de los tiempos, es gracias al sacrificio, la crucifixión, del hijo de la divinidad, sacrificio que la planta del templo cristiano recuerda.El mundo, en ocasiones, incluso, se ceñía a la extensa construcción de un palacio, como ocurría en China. fuera de sus límites reinaba el caos y la noche. La ordenación del mundo estaba en manos de los constructores, a imitación del gran Arquitecto.

El teatro griego se relacionaba no tanto con el universo -las andanzas de cuyos dioses y héroes, sin embargo, escenificaba- sino con los humanos. El teatro era un aprendizaje de la vida. Una lección difícil que implicaba asumir sin temor afectos y desafectos, entusiasmos y decepciones, alegrías y amarguras. Asunción que habría sido siempre posible, ante los envites de la fortuna, que impedía que el ser humano, considerado el sueño de una sombra, pudiera tomar las riendas de su vida en mano, si las obras de teatro, a partir de la identificación de los espectadores, con la suerte (o el infortunio) de los héroes en escena, con quienes sufrían y de quienes se compadecían, no hubieran permitido sentir, a pequeñas dosis, soportables, y que fortalecían el alma, adiestrándola a resistir "heroica" o estoicamente ante el horror con el que se enfrentaban los personajes de la obra, dolor y redención, sensaciones o afectos que blindaban el alma cuando debiera enfrentarse posteriormente y en cualquier momento, de manera siempre inesperada, a situaciones parecidas pero "reales". El teatro era un educador anímico para soportar sin derrumbe, lo que la vida destinaba a cada espectador.

Cabría preguntase si la arquitectura no podría cumplir una función parecida. No fortalecería el alma ante las catástrofes, sino que enseñaría a vivir en el mundo. Nuestro comportamiento, nuestra manera de ser y de estar, nuestra posición en y ante el mundo -un mundo inabarcable y posiblemente hostil- podría estar alentado por la manera como nos ubicamos en los espacios ordenados y compartimos, por como éstos nos condicionan pero también nos ofrecen pautas para saber cómo y dónde vivir. El mundo, sin la ordenación de la arquitectura, sin las lecciones "edificantes" de la arquitectura, quizá pareciera un espacio inhóspito, no apto para la vida; un lugar donde la vida no podría prender. Del mismo modo que una maqueta nos permite proyectarnos en el espacio y vernos ya viviendo en una determinada casa que imaginamos, que vemos, gracias a la maqueta, la arquitectura, que es un modelo del mundo, nos permitiría ubicarnos, encontrarnos y nos daría una lección de cómo vivir. La función de la arquitectura sería, en efecto, "edificadora": fortalecería nuestros ligámenes con el mundo. 
 

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