jueves, 7 de diciembre de 2017

Destruir o no destruir

Un día después de ser nombrado alcalde de Barcelona, el miércoles 15 de marzo de 1899, el doctor Bartolomé Robert, médico y político, impartió en el Salón de Cátedras del Ateneo Barcelonés una célebre conferencia titulada "La raza catalana" en el que "se enunciaban los caracteres diferentes de dicha raza bajo el punto de vista mental". Los estudios se fundamentaban sobre mediciones de cráneos que determinaban la superioridad de esta raza.
Esta conferencia y la polémica que suscitó son conocidas.
Los métodos y objetivos no eran distintos de los que los poderes coloniales practicaban en África y los científicos antisemitas europeos (alemanes y franceses, sobre todo) de extrema derecha, que defendían la supremacía de la raza aria (es decir, germánica, entroncada con la raza de la Grecia antigua) sobre razas inferiores, como la mediterránea, por ejemplo.

Al morir, los poderes públicos decidieron erigirle un imponente monumento, inicialmente proyectado por el arquitecto Doménech Montaner pero finalmente levantado por el escultor Josep Llimona.
Tras la Guerra Civil, el nuevo consistorio fascista decidió desmantelar -pero no destruir- el grupo escultórico.
Tras la muerte del dictador Franco, personalidades barcelonesas como el arquitecto Oriol Bohigas defendieron la necesidad de reponer este monumento cuya inauguración, tras la reconstrucción de algunas partes perdidas, aconteció a mediados de los años ochenta. Aún sigue en pie en el emplazamiento escogido.

El ayuntamiento de Barcelona actual ordenó hace un tiempo la retirada de un (insignificante) busto del anterior rey de España y se discutió acerca de la conveniencia de la retirada o de la cubrición de un gran óleo que representa a "la Reina Regente y al rey Alfonso XIII en el salón de plenos municipal.
La reciente pública exposición de una estatua escuestre de bronce que representaba al dictador Franco, dañada pese a estar guardada en almacenes municipales, acabó con su destrucción.
Un grupo escultórico de Clará, que mostraba a un vencido o un muerto en combate, una alusión a la victoria falangista durante la Guerra Civil, fue también desmantelado hace unos años.
Ante la disparidad de criterios -se mantiene un monumento en un caso, y se retira o se destruye una escultura, en otro-, ¿qué actitud adoptar?

La mayoría de esas obras son de artistas conocidos, incluso respetados (por su arte).
No parece que sean razones estéticas las que han dictaminado la suerte de esas obras. Tampoco queda claro que se deban destruir obras mediocres o malas, pero es posible que las reservas de los museos no puedan almacenar cualquier creación.
Los motivos son obviamente políticos.
Todas las obras del pasado exaltan al poder civil o religioso. ¿Se deben destruir cuando este poder desaparece o es cuestionado? Es lo que ocurre aquí o en Afganistan.
¿Deberíamos derribar las pirámides (que tratan de divinizar a un humano) -una propuesta que ha existido alguna vez?
Podemos pensar que existen ideologías ligadas a tiempos remotos que ya no inciden en nuestro nuestro y que, por tanto, sus símbolos han perdido cualquier incidencia política, quedando tan solo la forma en la que ciertas ideas fueron expresadas. En este caso, al menos, se juzga la expresión y no lo expresado; se juzga cómo un determinado contenido se ha materializado. Cualquier contenido puede expresarse, se decía en la Grecia antigua, pues su plasmación transfigura, cambia el sentido del contenido. Por inaceptable o insostenible que fuera en la "vida real", su plasmación artistica lo convierte en un tema fascinante. Es por este motivo que no son de recibo las destrucciones de obras del marqués de Sade, de Flaubert o de Baudelaire. Su expresión convierte un exabrupto en un motivo digno de estudio o admiración. Lo que no es posible en el mundo real tiene cabida en el mundo de la ficción y, desde allí se muestra, a veces como un espejo en el que descubrimos nuestros prejuicios.

Es cierto, sin embargo, que no todas las obras pueden exponerse sin contextualizarlas ni sin advertencias, precisamente porque su contenido, y la manera de exponerlo, pueden acercar a aquél de modo que el espectador pueda tener la sensación que la obra ha abandonado el mundo del arte para integrarse en el mundo real. Eso significa que ciertas obras deben o pueden ir acompañadas o precedidas de datos y comentarios que advierten o, mejor dicho, acotan y aclaran lo que se va a percibir, sin, por eso, influir en el juicio personal.
La obra no se retira o se destruye; lo que se destruye es la ignorancia que impide valorar una obra como obra y no como una directa expresión de una opinión o una ideología que puede afectarnos. Todo lo que acontece en el mundo del arte tiene que quedar en el espacio del arte, abierto al mundo, pero manteniendo las formas, evitando invadir el mundo real. Del mismo modo, desde el mundo real no se debería cruzar el umbral y actuar como si aun se estuviera en el mundo profano.

Por mediocre que sea, ningún monumento merece ser retirado ni destruido, salvo si es manifiestamente un error formal, aunque su dudosa calidad quizá deba ser dejada a la evaluación del futuro. Es el futuro es que retiró las obviamente mediocres torres con las que Bernini asaetó la fachada principal del Panteón romano.  Su desaparición nunca se ha visto como una pérdida, sino como un error que pudo ser subsanado -como erróneo, plásticamente, fue el banal retrato que Picasso dedicó a Stalin (una obra prescindible no por el tema sino por la forma de plasmarlo. La mayoría de los retratos de Julio César son admirables, y no se destruyen o se esconden, aunque el personaje fuera posiblemente uno de los primeros genocidas en occidente cuando la guerra de las Galias -cuya narración, sin embargo, constituye un monumento literario, que aún hoy inspira admiración y es un modelo de relato)
Pero incluso de obras de tercera se pueden extraer lecciones -sobre la vanidad, los cambios de gusto o de criterio o,  tan solo, sobre la dificultad de crear. Pues, si solo pudieran existir obras maestras, ¿cuántas salvaríamos?

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