viernes, 22 de septiembre de 2017

Nomos (o de la ley)

Érase una divinidad insólita griega. Se llamaba Nomos. Estaba esposada con la diosa Eusebia, y tuvieron una hija llamada Diké.
Nomos significaba Ley, Eusebia, Piedad, y Diké, Justicia.
Nomos no era un divinidad cualquiera. De hecho no era propiamente una divinidad, sino un concepto divinizado.
Este hecho era singular, puesto que Nomos, la ley, se desmarcaba de Temis, también una diosa, otro concepto divinizado, cuya divinización era lógica en este caso, ya que Temis era la Justicia Divina: Temis, por ejemplo, amamantó al dios Apolo, cuyo templo en Delfos preconizaba el autoconocimiento, es decir, la regulación, la contención personal, la capacidad de mesurarse y de discernir juiciosamente.

La divinización de nomos, sin embargo, revelaba la alta estima que los griegos de la antigüedad tenían de sus leyes.
Una de las principales aportaciones de la cultura de la Grecia antigua a Occidente fue la instauración de la nomos, la ley humana, distinta de la temis, divina, hacia el siglo VII aC. Hasta entonces, en culturas antiguas como la egipcia y la mesopotámica, también en Israel, solo imperaba la ley de los dioses. Eran los dioses los que regulaban la vida humana, quienes dictaban y dictaminaban lo que se podía o se debía hacer, y quienes poseían la tierra sobre la que los seres humanos se asentaban. Los reyes y los emperadores, incluso cuando gozaban de un estatuto casi divino, se limitaban a aplicar las leyes divinas, en ocasiones incomprensibles.
Las leyes divinas también existían en Grecia. Estaban bajo el patronato de Temis. Pero esas leyes solo se apliccaban en determinadas áreas, las áreas sagradas. Ni siquiera regulaban los rituales, es decir, las prácticas con las que los humanos entraban en contacto con los dioses, sino que eran leyes plenamente humanas, ejercitadas por ceremoniantes "laicos" -funcionarios estatales- las que se seguían.
Los nomoi regulaban las relaciones en el seno de comunidades: la vida en la ciudad. La vida política.
Las ciudades-estado poseían dos cuerpos distintos de leyes: la constitución (politeia) que determinaba el acceso al poder y su práctica; y los nomoi, que eran las reglas de buena vecindad que lo ciudadanos se otorgaban y que eran de obligado cumplimiento, por parte, por especialmente, de los gobernantes.
Las leyes civiles partían del presupuesto que los humanos somos distintos, y que formamos parte de grupos, agrupaciones y colectividades que no comparten necesariamente una misma visión de la vida. Pero el tejido social, como el tejido con el que nos abrigamos, requería, para no rasgarse, la armonización de distintas tensiones. La ley, por tanto, tenía que articular o entrelazar distintas visiones o voluntades, y ser capaz de convencer que, por encima de las necesariamente limitadas y egoistas visiones personales, existía el bien común. Y este bien, al que la ley atendía, estaba por encima de cualquier contingencia. Para Platón, el bien estaba incluso por encima de la esencia. El bien era una Luz, y las leyes humanas eran un mecanismo mediante el cual se proyectaba, se echaba luz allí donde reinaba la confusión, allí donde las luces se habían apagado, a los ojos de los humanos cegados por sus pasiones.
La ley era inviolable. Nadie podía saltársela. Por eso Sócrates aceptó la condena a muerte y bebió sin dudar la copa de cicuta. Su comportamiento cívico había sido contrario a la ley. Ley sin duda injusta, pero ley que no podía obviarse so pena de instaurar el desorden o el capricho personal, o de un grupo sobre otro.
Los nomoi podían, sin embargo modificarse. De hecho, los nomoi, muy generales, necesitaban de decretos con los que se solucionaban problemas ocasionales que los nomoi no contemplaban si bien dibujaban en marco dentro del cual los conflictos debían solucionarse.
La modificación de los nomoi, y el enunciado de un decreto incumbían a la boulé, el parlamento ciudadano. Pero, a fin de evitar su manipulación, cualquier modificación injusta o cualquier decreto injustificable, implicaba una condena de quien había propuesto un decreto-ley. La impertinencia del decreto o de la modificación legal se manifestaba cuando el buen orden ciudadano se rompía. La ley velaba pues por la armonía, el bienestar de los ciudadanos, cuidando tanto los derechos comunes y evitando los atropellos de los tiranos, o de un grupo sobre el resto de la comunidad.
La concepción griega de la ley humana, ciudadana, política siguió vigente incluso durante el imperio helenístico.

Tras la primera guerra mundial, hubieron movimientos europeos, como el Nocecentismo italiano o el Noucentismo catalán, que volvieron a estudiar la regulación social griega, y de cómo los griegos dejaron de lado ideales mitificados para instaurar unas reglas de comportamiento, asumidas por todos, y que, por tanto, todos debían cumplir, regulaciones que han llegado hasta (casi) hoy en día.

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