martes, 25 de marzo de 2014

Marcel Proust y el arte asirio.

¿Marcel Proust y el arte asirio? ¿Acaso el novelista que explora las relaciones inanes y las confronta con los recuerdos de momentos que parecían inanes cuando ocurrieron pero que en verdad ofrecían una visión del mundo, invisible entonces, recuperable, por un momento, durante el recuerdo involuntario, antes de desaparecer para siempre, tuvo que ver con Mesopotamia?


Uno de los regalos que Proust recibió en 1906 era una libro de historia antigua. Obra del historiador y arqueólogo Maspéro, el libro, centrado en el periodo entre Ramsés y Asurbanipal, estudiaba Egipto y Asiria. El regalo sorprendió a Proust. No sé si lo leyó. Sin duda, sí lo hojeó al menos; pues lo cita en A la sombra de las muchachas en flor, el segundo volumen de A la búsqueda del tiempo perdido.

El protagonista de la novela ¿autobiográfica?, un niño o un adolescente -el texto no lo precisa y no permite intuir la edad de aquél-, llamado, no sé si casualmente, Marcel Proust, fue presentado, durante una cena de circunstancia, a un noble, M. de Norpois, un influyente amigo de la familia, quien le felicitó por su deseo de ser escritor. Proust agradeció efusiva -y un tanto ridículamente, o eso al menos pensó el niño por el aquel entonces- la ayuda del noble, que nada hizo luego, como si se hubiera desdicho de su promesa, no lo hubiera recordado, o se hubiera sentido molesto por la reacción del niño, antes de olvidarlo para siempre.
Decenas de años más tarde, cuando Proust era un anciano a punto de acostarse por última vez, le contaron que, hacía muy poco, otro anciano, aún más encorvado, M. Norpois había recordado detalladamente la anécdota, lo que causó el pasmo de Proust. ¿Cómo un hecho tan nimio, del que ni siquiera Proust preservaba el recuerdo, había podido ser guardado fielmente, durante tantos años, por el noble?
Ya en época de Proust se comentaba que los periódicos contaban historias que se desvanecían al poco tiempo. Incluso se tenía la sensación que hechos memorables, como una actuación destacada de una actriz, que se tenía la impresión sería recordada por los siglos de los siglos, tampoco dejarían huella. La historia era vivida para ser olvidada, y los acontecimientos se empujaban los unos a los otros, un hecho novedoso expulsando de la historia al que había acabado de suceder.
 Sin embargo, Proust escribiá que, en ocasiones, hechos, quizá insignificantes del más remoto pasado, como un incidente en la corte de un faraón, podían ser comentados miles de años más tarde  gracias a la preservación de una inscripción que lo contaba. El pasado no pasaba necesariamente.
La arqueología tenía la misma virtud que la memoria involuntaria: ponía al descubierto hechos del pasado que hubieran tenido que desaparecer sepultados por acontecimientos sucesivos que, en verdad, los habían cubierto, haciéndolos desaparecer de la vista, pero no los habían destruido. Así, la arqueología levantaba capas de un tiempo pasado hasta exponer a la luz del presente, un dato oculto que libraba de pronto todos sus secretos antes de, por desgracia, inevitablemente, sucumbir, esta vez para siempre, como acontece cuando se descubren, involuntariamente, frescos maravillosos, que recuerdan modos de vida desconocidos, y que se desvanecen al contacto con la luz antes de que se puedan fijar, porque no se pueden guardar.
La anécdota referente a M. de Norpois descubrió a Proust los extraños mecanismos de la memoria. Echó luz sobre "las proporciones inesperadas de distracción y de presencia de ánimo, de memoria y de olvido que componen el espíritu humano; y quedé tan maravillosamente sorprendido como el día en que leí por vez primera, en un libro de Maspéro, que se conocía exactamente la lista de cazadores que Asurbanipal invitaba a sus cacerías, diez siglos antes que Jesucristo."
Los profundos pliegues de la memoria, como los pliegues tectónicos, preservan, entre las capas, a las que solo se accede sin quererlo, cuando se busca otra cosa, a fin que la sorpresa sea absoluta, como si se tratara de una revelación deslumbrante e irrepetible, hechos, a menudo anecdóticos a los que no damos la menor importancia pero que son, cuando llegan a la luz años o milenios más tarde, los que cuentan la verdad sobre el pasado, una verdad buscada y nunca hallada, salvo cuando un comentario fortuito, o un golpe de pala dado sin querer, alcanza a desvelar la verdad -que se destruye al momento, no sin poder ser disfrutada por un instante, haciéndonos ver todo lo que hemos perdido, pero que nunca habríamos podido preservar voluntariamente, porque la voluntad solo se fija en lo que parece tener valor pero carece de él, lo que solo el tiempo pone en evidencia.
El verdadero arte del presente, es el arte del pasado, al que la memoria y la arqueología llegan a veces, porque pone de manifiesto lo verdaderamente importante, cuya importancia no pudo ser medida a tiempo, en su tiempo.


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