sábado, 10 de marzo de 2012

Espacios de enclaustramiento, o La monja enterrada en vida, por Nao Albert (1990) y Marcel Borràs (1989)




Nao Albet (1990) y Marcel Borràs (1989), actores, escritores y directores de teatro, televisión y cine, aceptaron una propuesta envenenada: montar un "clásico" del teatro catalán decimonónico (La monja enterrada en vida, de Jaume Piquet), al parecer muy popular en su época, anterior las revueltas de principios del s. XX, que jugaba con -o expresaba- el anticlericalismo urbano. Una tragedia en verso, involuntariamente cómica, sobre una joven enclaustrada en vida, a punto de ser incluso enterrada en vida, a petición de su padre, un burgués catalán, por un monje siniestro, a fin de impedir una relación interclasista. El texto hoy (y quizá ya ayer) es infumable. ¿Qué hacer? La propuesta, por otra parte, quizá no respondía tanto a motivos artísticos cuanto políticos.

La obra ha sido reescrita, adaptada, trabajando con referencias contemporáneas populares que traduzcan la violencia que la obra refleja, trabajando con modelos cinematográficos y televisivos (las películas orientales de kung fu, la serie infantil japonesa Bola de Drac, los cómics manga), y de la sociedad actual, en la que los enclaustramientos parecen vivirlos comunidades cerradas como las chinas, en las que las jóvenes están estrictamente encuadradas, cumpliendo con horarios y reglamentos carcelarios.

La versión de la obra refleja perfectamente la manera de componer de Albet y Borràs. Trabajan como un "mosaicista", un artista de mosaicos. Las obras se componen de una sucesión de escenas o viñetas. Éstas buscan y hallan su sitio. La posible pérdida de unidad de la obra, compuesta a partir de la articulación de motivos que podrían ser breves obras autónomas, se compensa con un efecto maravilloso, que los franceses denominan "mise en abyme", con el que el arte barroco ha jugado a menudo: el conjunto de una obra se refleja en cada arte. Cada motivo repite el conjunto. Se establecen así múltiples ecos en la composición. Las relaciones internas no se desarrollan tanto en la superficie cuanto en profundidad. Una multitud de reflejos articulan la obra.Los motivos se relacionan. Cada uno actúa como una variante o versión del todo. La contemplación de este tipo de obras exige una mayor atención del espectador que tiene que discernir estas correspondencias internas que traban la composición. No existe una estructura interna que mantenga en pie una obra, sino que son estas relaciones entre motivos que se miran y se responden, y responden al conjunto de la obra, lo que permiten que aquélla no se desmonte. Puesto que cada motivo remite al todo, cada escena solo tiene sentido dentro de un todo, el cual requiere la yuxtaposición de cada escena.
Se trata de un conjunto de relatos que se reflejan mutuamente, de historias dentro de historias. Unos titiriteros (el origen mismo, humilde, del teatro, de la ficción oral que encandila) representan una historia en un teatrillo que es la misma historia que viven, una historia de una joven que revive una historia pasada que es cuento con la que la distraían. No se sabe si lo que se cuenta es historia o es ficción. Cada personaje vive una historia por la que ha pasado otro personaje. La relación entre la joven y su hermano se refleja en la que el superior mantiene con un monaguillo, que es la misma que la que cuentan los titiriteros, cuya relación también se asemeja a la que el resto de los personajes, que no queda claro si son una fabulación de los titiriteros, van tejiendo. La parábola que el sacerdote lee cuanta, en clave, la misma historia de violencia que el resto de los personajes padecen. Relato dentro de un relato. Relatos que son quizá sueños. Compuestos como un ritual, una ceremonia sangrienta, que incluye rituales en los que la sangre es el elemento simbólico decisivo..

Se trata de un preciso trabajo de orfebrería, que tiene que lograr que cada pieza encaje a fin que se puedan producen este juego entrecruzado de referencias, y demuestra que hoy en día Nao Albert y Marcel Borràs son los verdaderos renovadores de la dramaturgia española. Sin pedantería, sin ostentación, como si jugaran, componiendo escenas burlescas que son tragedias, mezclando culturas, alta y baja culturas, las obras son complejos y sabios trabajos perfectamente pensados, que ofrecen una múltiple, cambiante y profunda visión, muy personal, de una determinada sociedad.

La obra trata del o de los espacios opresivos, de las múltiples barreras que enclaustran al individuo, y de las estrategias para tratar de hacer saltar los muros, que recurren a la violencia.
Como en una muñeca rusa, el convento, la celda, el confesionario y la tumba, pero también el sótano, la prisión (donde se tortura a un personaje) son los lugares que interponen barreras difícilmente violables entre los protagonistas. Éstos viven encerrados, aprisionados en espacios y por convenciones, costumbres opresivas. Nadie ve a nadie. Actúan a cara escondida. Múltiples obstáculos se interponen. La obra trata sobre la imposibilidad de las relaciones personales directas. Y sin embargo, todos se espían. La única relación posible que se establece es a través de mirillas: las rejas a través de las cuales el convento comunica con un callejón, las mirillas del confesionario, el teatrin dentro del cual se esconden los titiriteros cuando manejan las marionetas. Los personajes actúan a ciegas, cegados por muros y por pasiones violentas.
Los únicos espacios abiertos, un simbólico patio con un árbol cargado de naranjas de oro, y la calle, son inalcanzables y, por tanto, tienen que ser conquistados.
Todos los personajes buscan su espacio, pues son conscientes que han sido enclaustrados en un espacio que no les corresponde. La trama gira alrededor de la violencia que se tiene que ejercer para derribar estas muros físicos y mentales.
La obra tiene la grandeza de sugerir qué se encuentra detrás de esas barreras. Y las luces se encienden.

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