lunes, 6 de febrero de 2012

El retrato en la antigüedad occidental




Sesostris III, II milenio aC - Eirene: retrato de El Fayum, s. II dC - Gerhard Richter: Betty, 1988.


(Resumen de una conferencia en San Sebastián, noviembre de 2011)

Cuentan las historias que Alejandro Magno no se desplazaba sin Apeles, su retratista favorito.  Fuera o no verdad esta historia, lo cierto es que se trata de una de las personalidades de la Antigüedad de la que se conservan más y más reconocibles retratos esculpidos. El número de retratos pintados, de los que no se han hallado ningún ejemplar (la pintura a la encáustica sobre tabla no ha aguantado el paso del tiempo), tuvo que ser considerable. Se ha dicho a menudo que el arte de la retratística le debe todo a este joven monarca. ¿Es eso cierto? ¡Qué ocurrió para que naciera un nuevo género artístico a finales del siglo IV aC?

Un retrato, pintado o esculpido, es una efigie.  De cuerpo entero, o no, un retrato se caracteriza por mostrar una  vista frontal o lateral (un tipo de retrato común en los albores del Renacimiento, aunque pronto cayó en desuso a favor de la vista de frente) de una persona. No existe casi ningún retrato de espalda; la obra de Richter, Betty (un retrato de su hija, de espaldas, de 1988), sorprende, precisamente, porque violenta una norma comúnmente aceptada. Por otra parte, el modelo siempre es un ser humano real.  No se puede hablar en propiedad de un retrato de un animal, una divinidad –con una sola excepción: Cristo, como veremos-, un héroe o un ser imaginario, y un elemento natural. Los animales de compañía (perros, caballos) han sido pintados a menudo, en ocasiones por grandes artistas como Velázquez, pero no se puede considerar que constituyan retratos individualizados.

Un “verdadero” retrato no enfoca cualquier parte del cuerpo. Independientemente del tipo de encuadre, el rostro tiene que mostrarse. Y, en éste, son los ojos los elementos principales. Un retratado tiene que tener, casi siempre, los ojos abiertos. A menudo, los cuadros están pintados de tal modo (dos puntos blancos en las pupilas son necesarios) que la figura parece seguir con la mirada a los espectadores a medida que éstos se desplazan frente al cuadro, independientemente de dónde se ubiquen. El efecto siempre es sorprendente, aunque es común, casi banal, y no implica ningún juicio de valor sobre la bondad de la obra.  Es preferible, además, que la figura retratada mire al espectador, aunque los retratos de personas ensimismadas o melancólicas pueden rehuir el contacto visual, desviando o  alzando la mirada. En este caso, es precisamente la mirada que se retrae la que constituye la característica principal de la efigie. Las figuras con los ojos cerrados suelen ser imágenes de durmientes, o de fallecidos (aunque existen estatuas de yacentes con los ojos abiertos, que simbolizan la obtención y el disfrute de la vida eterna), lo que ha dado pie casi a un tipo de retrato mórbido. 

Los ojos son, pues, el elemento central o distintivo de un retrato. El espectador es capaz de reconocer a la persona retratada precisamente por la representación de sus ojos abiertos. El resto de los elementos del rostro son más difíciles de identificar o personalizar. En cuanto a las otras partes del cuerpo, salvo algunas deficiencias físicas características, impiden la caracterización correcta de una persona. Por eso, los grandes pintores clásicos a quienes se encomendaba la ejecución de un retrato cobraban más honorarios si se encargaban de la representación de los ojos. De todos modos, tradicionalmente,  hasta el siglo XX, el retrato fue considerado un género artístico menor, comparable con el arte del bodegón o del paisaje. La invención de la fotografía, por otra parte, anuló una de las funciones básicas del arte de la retratística dibujada, pintada, grabada y esculpida: la fijación y la divulgación de los rasgos de una persona. Así, el retrato permitía que los futuros esposos de distintas casas reales, cuyos esponsales estaban pactados  sin que se conocieran, pudieran verse las caras antes de la ceremonia.   Obviamente, esta función fue suplida con mayor eficacia y rapidez por la imagen fotográfica y fílmica.

Esta estrecha relación entre una persona y su retrato  se manifiesta en el mito griego del origen de la pintura. Éste,  casualmente, une pintura, retrato y cerámica. El barro es la materia con la que los humanos están moldeados.  Ante todo, es necesario aclarar que un retrato tiene siempre que remitir a una persona, retratada en vida -los retratos póstumos no suelen ser considerados retratos a parte entera-, cuyos rasgos reproduce fielmente el retrato, o de modo que la persona sea reconocida sin ambigüedades,  sin que la efigie sea una caricatura, por ende; ésta, en efecto, amplifica algunos rasgos, y sustituye e identifica a una persona por alguna característica suya, ampliada de tal modo que actúa como una metonimia. El retrato moderno y contemporáneo, al igual que el retrato manierista flamenco no siempre puede ser considerado como un retrato verdadero, precisamente porque está al filo de la caricatura.

Cuando cayó la noche, una muchacha de Corinto, hija de un hábil alfarero, se despedía  de su prometido que partía a la guerra al alba. El mito añade que la débil llama de una vela proyectaba el perfil del muchacho en la pared. A fin de guardar para siempre un recuerdo de su amado, y de tener la sensación que, de algún modo, éste seguiría estando junto a ella, el padre aplicó barro sobre el muro y reprodujo el perfil del joven, creando el primer relieve cerámico, y el primer retrato. La pintura y, en concreto, el retrato quedaba asociado a la sombra. Era un doble de la sombra, la captaba o fijaba para siempre. Las palabras expresaban bien esta asociación: skia, en griego, significaba sombra, y skene, pintura y decorado (de ahí skenografia). Dado que la sombra está íntimamente ligada al ser vivo, y que ninguno puede vivir sin sombra –solo los fantasmas, los espectros, los aparecidos, al igual que los seres celestiales, aéreos, desencarnados, carecen de ella-, la sombra es la señal (o el signo) de la presencia de un ser vivo. La sombra lo denota; lo precede o le sigue. Es el indicio ineludible de su presencia y manifestación.  Esta íntima relación existente entre un ser y su sombra, dada la conexión entre el retrato y la sombra, se “refleja” en –y justifica- la que existe entre un retrato y la persona retratada. El retrato es algo así como un espejo en el que un rostro se mira. El retrato devuelve la faz, y la mirada, más precisamente, de  una persona. La comparación con el espejo no es casual, por dos motivos. La  realización de un autorretrato requiere el empleo de un espejo, por lo que un autorretrato no reproduce los rasgos “reales” del artista sino los que ya tienen una condición imaginaria: los rasgos que el espejo devuelve. Por otra parte, Platón consideraba que las pupilas eran nítidos y precisos espejos. Éstos reflejan a las personas cercanas (en el doble sentido de la palabra: próximas física y afectivamente).  Por tanto, las pupilas devuelven la imagen de la persona enamorada que se mira a los ojos del amado o amada.  Así, el retrato se asocia con Eros: el retrato es un canto de amor a la persona retratada. “Refleja” el deseo el anhelo que ésta suscita, o el que siente el artista por ella. Un retrato es un regalo, un testimonio de una relación deseada o consumada. Y también su anverso: la prueba visible de los sentimientos, no siempre placenteros, que una persona levanta. En todos los casos, un retrato no es una imagen interesada.

La relación entre la sombra y el retrato acerca al retrato al mundo funerario. Los retratos cobran pleno “sentido” –su función se determina plenamente- cuando la persona cambia o desaparece. En el primer caso, la imagen guarda el aspecto de la persona en un momento de su vida. Tras su fallecimiento, lo único que queda son sus pertenencias, y su efigie (casi siempre realizada en un momento de esplendor de la persona: raramente una persona es retratada enferma y menos moribunda). Aquélla mantiene “vivo” el recuerdo. De algún modo, la sustituye.  La efigie produce la ilusión que la persona sigue presente entre los vivos. La figura, en un retrato naturalista, se dice, parece ser capaz de hablar, de desplazarse. ¿Acaso no fija la mirada en quien se acerca, y le sigue cuando el espectador se desplaza, como si imagen estuviera viva, como ya hemos dicho? Los mitos, empero, cuentan los desengaños que los retratos causan, si bien esta sensación no es sino el reflejo de las ilusiones antes alentadas por la apariencia llena de vida de la figura pintada.

El retrato detiene el paso del tiempo. Los rasgos quedan “inmortalizados”. Esta impresión es casi demoníaca, como bien mostró Oscar Wilde en El retrato de Dorian Grey. Se diría que el retratado ha alcanzado una condición a la que aspira, aunque vanamente, el ser humano. El retratado es inmune al tiempo. El daño que el tiempo causa lacera la obra, no la imagen. La materia se vela,  se raya, se rompe; el rostro, aunque incompleto, no se altera: las arrugan no se materializan. Por eso, Alejandro sigue siendo  un joven, pese al tiempo transcurrido. Nadie es capaz de imaginárselo como una persona vencida  por la enfermedad. Se mantiene siempre con la misma imagen, la misma vivacidad, en su proyección espejada.

Mas la capacidad que el retrato posee de impedir el avance del tiempo implica que un retrato siempre es un reflejo de un ser mortal. Los dioses no dejan huellas en la materia. A fin de mostrar que era también un ser humano, sin limitación alguna, y no solo una divinidad, a fin de revelar que había asumido la condición y la naturaleza humana, es decir, mortal, Cristo imprimió varias veces su rostro en diversos soportes. Su “retrato” era la prueba visible de su condición carnal, cuyo término era la muerte. No es casual que las primerias efigies de Buda en la India se produjeran tras la llegada de las huestes de Alejandro. Hasta entonces, Buda era considerado un ser desencarnado, y por tanto, irrepresentable. Toda vez que Buda fue equiparado a Apolo, en tanto que divinidad bondadosa, y que los dioses griegos podían disfrazarse de seres humanos para mostrarse ante los hombres, Buda fue dotado de un cuerpo carnal y pudo ser representado, aunque siempre como un ser superior, idealizado.

La asunción de la mortalidad no fue fácil. Por el contrario, los poderosos trataron (y tratan aún) habitualmente  de esconderla, o de luchar con ella.

La existencia del retrato viene marcada por la aceptación de la naturaleza humana. Ésta posiblemente no aconteciera antes del siglo V aC, en Grecia, al menos en la tradición “occidental”.

Efigies aparentemente realistas de individuos existieron antes de Alejandro. Mesopotamia y el Egipto faraónico no desconocían, en apariencia, el arte del retrato. Los monarcas, los sacerdotes, las personas cercanas al poder (la realeza, las divinidades) dejaron un gran número de testimonios visuales de su paso por la tierra. Estas imágenes no siempre parecen efigies idealizadas. Rasgos profundamente humanos como arrugas, bolsas bajo los ojos, rictus, en ocasiones amargos, y toda clase de  rasgos muy humanos (barba, calvicie, etc.) no son inhabituales. Así los retratos del faraón Sesostris III muestran un rostro casi anciano y abatido, como si el faraón fuera consciente de que su vida no era eterna, y que no siempre podía ganar la partida a los obstáculos que la vida levanta. Sin embargo, esos rostros ajados eran excepcionales. En sociedades antiguas, muy pocos alcanzaban la vejez. Que un ser humano se mostrara como un anciano denotaba su condición superior. De algún modo, había vencido al tiempo, al menos durante más tiempo que el resto de los humanos. El tiempo no le había borrado sus rasgos. Los ancianos, por otra parte, eran considerados sabios, o magos. Ningún joven imberbe podía aspirar a la sabiduría: valor, entrega, coraje, pero nunca lucidez y experiencia, eran los valores asociados a la juventud. Los ancianos eran casi dioses. Lo sabían casi todo.  Un retrato de un anciano no era un retrato enteramente humano. Por otra parte, no se buscaba documentar los rasgos personales, sino caracterizar a una persona en tanto que sabio, es decir como un anciano. Los supuestos retratos realistas antiguos muestran más tipos que personas.  No existe ningún retrato de Sócrates joven. Sócrates, como sabio, nunca pudo ser joven. Necesariamente, su aspecto tenía que adaptarse a las características de un anciano, lo fuera o no.

Los primeros retratos que ofrecen el testimonio del paso del tiempo son los retratos de emperadores romanos. Éstos son mostrados en distintos momentos de su vida. Queda patente que su imagen no es inmune al tiempo. Esta consideración se opone a la condición divina del emperador. Sin embargo, de nuevo, nos hallamos ante imágenes típicas. El emperador es mostrado asumiendo las cuatro fases de la vida –algo que ningún ser humano lograba: era un niño, un joven (un héroe), un adulto (un guerrero), un anciano. Del mismo modo que los dioses que nacían y evolucionaban (las primeras efigies de niños eran del dios Dionisio, justo después de nacer del muslo de su padre Zeus, o del dios Hermes, cuya condición infantil le permitía burlarse de su padre Zeus), los emperadores asumían distintas “formas” que revelaban su paso por la tierra antes de la apoteosis (la ascensión al cielo).

En la Roma tardo-imperial, sin embargo, ya se habían establecido las condiciones y los conceptos, procedentes de Grecia, Etruria (el retrato realista funerario es una característica del arte etrusco, quizá porque el ser humano tenía que mantener los rasgos incólumnes para seguir en vida n el más allá) y el Levante, necesarios para que el arte del retrato pudiera ser posible.

Lo que determinó la aparición del retrato tal como lo entendemos hoy fue la asunción de la condición mortal humana, sin que dicha aceptación implicase que ésta fuera juzgada como una condena o una penitencia.  Era necesaria que fuera asumida, y que se pudiera ironizar, sin condenas ni lamentos, sobre ella.  Esta visión no se produjo antes de la cultura helenística, es decir de la época de Alejandro. Así según la concepción socrática del hombre (al menos, según la explicación de su discípulo Platón), éste podía elevarse sobre las miserias terrenales gracias a un alma alada, capaz de remontar hacia su lugar de origen, cabe las divinidades, en cuanto el cuerpo se abandonaba. Eso implicaba que el ser humano podía estar “a la altura” del cielo. Es cierto que Platón insistiría en que el cuerpo era la cárcel del alma, pero también sostenía que determinados individuos, bien adiestrados, podían superar sus limitaciones materiales  y remontar hacia la luz. Ésta, la luz divina, se reflejaba en la mirada.

Esta exaltación del ser humano no implicaba, empero, ninguna divinización del hombre. Los estoicos sostenían que si los dioses existían, no interferían con los asuntos humanos. Permanecían aislados sin desdeñarse a mirar hacia la tierra. Los hombres, entonces, estaban librados a sí mismos. La divinización no era imposible, sino que era absurda. ¿Para qué tratar de ser como quien no se sabe si existe? Estoicos y cínicos se centraron en la figura del ser humano. Éste era el objeto de sus desvelos, en ausencia del cielo. Lo humano, los humanos, eran dignos de estudio. La naturaleza o condición mortal ya no era un castigo, sino que era consustancial con la humana. Mas valía aceptarla. Era irreal concebir otra suerte.  La vida, las fases de la vida del hombre ya no fueron consideradas como etapas olvidables o despreciables, sino que constituían lo que otorgaba dignidad, singularidad al ser humano. Éste era mortal, y asumía noblemente su condición.

Pero para que el retrato se convirtiera en una exploración necesaria del ser humano, era necesaria la instauración de un último concepto, que también se fijó en la Roma tardo-imperial, si bien sus raíces se retrotraen, de nuevo a Platón.

Como ya hemos comentado, Platón estudió los beneficios del encaramiento; postuló su necesidad.  El mirarse las caras, que revelaba lo que cada uno pensaba y era, nacía del deseo: deseo de conocer o de poseer. Dos personas se acercaban, se sentían próximas. Tal era la cercanía, la familiaridad que mantenía que eran capaces de verse reflejados en los ojos de la otra persona. Los ojos eran espejos. Lo que se asomaba en la pupila era el reflejo de quien se miraba en aquella. Quien se miraba, actuaba movido por el deseo de aproximarse al otro, y de abismarse en sus ojos. La imagen reflejada, entonces,  correspondía a la de un ser movido, poseído por Eros. Un ser que deseaba.

Eros era un semi-dios, siempre al acecho de la parte que le faltaba, la otra mitad divina de la que carecía. En tanto que ser alado, era capaz de partir a la búsqueda de lo que, de quien le completaría. La pareja de Eros se llamaba Psique, una joven agraciada, embellecida por el amor que Amor (Eros) le brindaba. Psique era una muchacha etérea, un alma pura, transfigurada por Eros (psique significa alma, en griego, precisamente).

En las pupilas del enamorado se asomaba la imagen de una muchacha enamorada. La imagen correspondía a la de una figura diminuta asomada al óculo de la pupila. En latín, pupilla significaba muñeca (pupila, en español, significa también discípula, alumna).

Las almas, en el arte greco-latino, se representaban por seres alados: mariposas o avispas (cuyo aguijón espoleaba al amante); pero también por muñecas.

Las pupilas de los amados  contenían, pues, la imagen del amante reflejado. Esta imagen era la de un muñeco o una muñeca: era la imagen del alma del amante., su alma enamorada, transida por Eros.

Los ojos, entonces, reflejaban el alma de la persona, su vida interior. La condición y cualidad anímica era el símbolo de la “verdadera” personalidad. A través de la mirada se podía captar quien era, en verdad, una persona, más allá de su apariencia y su porte. Los ojos no mentían ni escondían. Eran ventanas que permitían asomarse al interior de una persona.

Los ojos son, precisamente, el motivo central de un retrato. Captar la mirada, lo que éste denota, es la tarea principal del retratista. Por eso, una figura con los ojos cerrados no expresa nada (salvo que, una mirada ciega sea el símbolo de una potente mirada interior, como ocurría con los poetas, capaces de ver “más allá” de las realidades materiales alcanzados con el sentido exterior de la vista).

El alma era lo que “personificaba” a un ser: lo distinguía y lo “representaba”. Un retrato, entonces, tenía que captar, no tanto la apariencia sino el alma, el brillo de la mirada. La única manera de vislumbrar el tipo de alma consistía en mirar a alguien directamente a los ojos sin bajar la mirada, o contemplar su retrato. El retrato se convertía en la exploración de la “psique” humana, puesto que ésta era digna de estudio.

En la parte oriental de la Roma tardo-imperial aparecieron, a partir del siglo II dC, una serie de religiones soteriológicas (mitraísmo, orfismo, osirianismo, cristianismo, gnosticismo, etc.), esto es, que ofrecían el cuidado y la salvación del alma, en un momento en que los hombres,  cuya  vida material estaba asegurada gracias a la Paz Romana, empezaron a preguntarse por lo que les ocurriría más allá de la vida terrenal. Libres de preocupaciones mundanas, se volvieron hacia temas ultramundanos.  Esas religiones o sectas, derivadas del neo-platonismo y del estoicismo,  se cuidaban de la vida verdadera, que era la vida anímica tras la liberación de la carne. El ser humano ya no tenía que temer la muerte; lo único que moriría sería su cuerpo, mas el alma, que era su esencia, perduraría.       

Si la vida verdadera  implicaba desvelarse por el alma, el retrato se convirtió en el mejor medio para explorarla y conocerla. El retrato se convirtió en un elemento esencial en la economía de la salvación del alma. Sin el retrato, el ser humano no podía conocerse (una norma, por otra parte, que hundía sus raíces en la religión apolínea, cuya influencia en Platón, siempre al cuidado de su “daimon” o genio personal, alentado por Apolo, debería ser estudiada con más detenimiento).

Es sin duda por ese motivo que, en el Egipto greco-romano, la faz de los difuntos momificados 8los célebres “retratos de El Fayum”), entregados al cuidado de Osiris, estaban veladas por una tabla o un lienzo pintado con un retrato  del difunto, con los ojos bien abiertos, signo de que el alma había alcanzado el otro mundo.  Del mismo modo, la prueba de la resurrección de Jesús consistía en sus innumerables efigies  portátiles (iconos) o que cubrían la bóveda de las iglesias (frescos, mosaicos) en las que la imagen del Pantocrátor, con los óculos desorbitados, como si la figura solo fueran ojos, mira desde el más allá a los humanos, testimoniando de su resurrección, y ofreciendo, a todos aquellos que se acercaban y se miraban en los fondos espejados de los ojos del Hijo de dios, la salvación definitiva.

El retrato se coinvertía así en el medio gracias al cual el ser humano (es decir, su alma, que no su cuerpo perecedero) alcanzaba la inmortalidad. El retrato jugaba un papel esencial en la redención, del mismo modo que las huellas de la Santa Faz, impresos en diversos lienzos (los paños de la Verónica), probaban la venida del Hijo de Dios en la tierra, la asunción de la humanidad, y su resurrección final que arrastraba a toda la humanidad, simbolizada por Él, hacia la vida verdadera. El retrato se convirtió en el medio y el signo de la dignidad humana, un proceso que se forjó a partir del siglo V aC, en Grecia, en contacto con Oriente.

 Mas, ¿tiene aún “sentido” el retrato?     



Bibliografía somera:

Belén Altuna: Una historia moral del rostro, Pre-Textos, Valencia, 2010

Pedro Azara: El ojo y la sombra.Una  mirada sobre el retrato en Occidente, Barcelona, Gustavo Gili, 2002 (L´occhio e l´ombra. Sguardi sul ritratto in Occidente, Bruno Mondadori, Milán, 2002)

Pedro Azara: Imagen de lo invisible, Anagrama, Barcelona, 1992

    


No hay comentarios:

Publicar un comentario