domingo, 13 de noviembre de 2011

El rey coleccionista






Puerta de Gudea:; reconstrucción de la puerta de acceso a Girsu (Iraq), originariamente neo-sumeria (2100 aC), en época seleucida (s. II aC)
Estatua de gudea, Museo del Liuvre, París.

Fotos: Tocho, junio de 2009 / octubre de 2011


Érase un monarca llamado Adad-nadin-ahi que reinaba en la ciudad s
umeria de Girsu (hoy, llamada Tello, en Iraq).
Sin embargo, los buenos tiempos de la ciudad habían pasado desde hacía dos mil años. Adad-nadin-ahi era un rey seleucida, sucesor de Alejandro Magno, en el siglo II aC. Escribía en griego y en arameo, no en sumerio. No se sabe si era capaz de leer esta antigua lengua, muerta desde los tiempos del pasado esplendor de la ciudad.

Sin embargo, Adad-nadin-ahi debía de estar fascinado por Girsu y por su rey más célebre, Gudea. Es quizá por este motivo que mandó construir un palacio sobre las ruinas del E-ninnu, el templo sumerio dedicado a Ningirsu, la divinidad protectora de la ciudad, y reconstruyó la muralla de la ciudad, respetando la compleja estructura defensiva de las puertas de entrada. Éstas son, precisamente, las que se mantienen aun en pie, si bien su imagen recuerda más a una muralla helenística que una propiamente mesopotámica. En verdad, resulta de la fusión de dos tipologías y dos técnicas, griega y sumeria, dando lugar a un híbrido fascinante.

La reconstrucción siguió el antigua ritual: Adad-nadin-ahi mandó buscar las tablillas fundacionales en las que estaba narrado el rito que Gudea había seguido cuando erigió, dos mil años antes, la muralla de la ciudad, y estampilló ladrillos según la costumbre sumeria, aunque los textos que mandó redactar ya no pudieron ser escritos en sumerio, sino en griego y arameo.

Girsu (Tello) es conocida por el gran número de estatuas de diorita negra, de diversos tamaños,  que  representan al rey Gudea, de pie y sentado, quizá en adoración ante su dios personal, estatuas que quizá estuvieran tanto en el templo cuanto en el palacio.
Fueron descubiertas todas, empero, a finales del siglo XIX, en un mismo lugar, como si hubieran sido agrupadas, como si hubieran formado parte de una colección. pues esto es precisamente lo que aconteció. El rey Adad-nadin-ahi  halló las estatuas entre diversas ruinas, quizá enterradas; derribadas, sin duda; muchas decapitadas. Las recogió, las ordenó, las restauró (reemplazando las cabezas que faltaban) y las dispuso en el patio de su palacio, salvo la más pesada, que no pudo desplazar. Tampoco le hizo falta. Se trataba de una estatua de culto, colocada en el templo dedicado a Ningirsu. Solo tuvo que proyectar el patio de su palacio de modo que pudiera acoger aquella estatua. El muro del patio se dispuso de tal manera que la gran estatua negra quedara insertada en una hornacina rehundida en la muralla.

Adad-nadin-ahi debía de saberse un usurpador. Pero también tenía que sentir admiración y respeto por los antiguos reyes sumerios. Es quizá por eso que agrupó las estatuas de Gudea y las dispuso en su palacio, a fin de mostrar que aquel rey era un antepasado suyo, que su propio linaje se remontaba a tiempos inmemoriales y que, de algún modo, entroncaba con la más antigua realeza sumeria, cuyas virtudes, cuyo derecho a existir revitalizaba.

Pero, al mismo tiempo, actuaba como un coleccionista (uno de los primeros de la historia), dando valor a unas estatuas por el simbolismo que les otorgaba, y cuya mirada sobre estas efigies quizá no fuera tan distinta de la nuestra. Fue el primero que juzgó una pieza de culto, es decir mágica, como una obra de arte, simbólica.
En este sentido, nuestra manera de percibir la historia -como algo lejano, capaz de ser reconstituido, es decir, manipulado intencionadamente- se habría originado en Tello. Una razón más para admirar este desolado yacimiento.

Debo esta información a la sumeróloga Claudia E. Suter, gran estudiosa de las efigies de Gudea.

Véase, André-Salvini, Béatrice: "The Rediscovery of Gudea Statuary in the Hellenistic Period", Aruz, Joan (ed.), The Art of the First Cities, The Metropolitan Museum of Art, Nueva York, 2003, ps. 424-425.

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