jueves, 13 de octubre de 2011

La estatua de Enkidu

Uno de los primeros encargos de una "obra de arte" de la que se tenga constancia por escrito se halla enunciado en el Poema de Gilgamesh. Tras el fallecimiento de su amigo y escudero Enkidu, el héroe Gilgamesh, rey de la ciudad de Uruk, decidió erigirle una estatua (en acadio, salmum, que significa, literalmente, efigie o imagen).
Convocó a "herreros, tallistas, forjadores, orfebres, cinceladores, haced una estatua de mi amigo, como nadie ha hecho una estatua a su amigo."
La estatua tenía que estar fabricada con materiales preciosos: lapislázuli, el cuerpo de oro, alabastro, cornalina, alún.

La estatua sería colocada de cara al dios sol, ya que el Sol (Shamash) fue la divinidad que alumbró el camino que Gilgamesh y Enkidu emprendieron hasta el Bosque de los Cedros donde moraba el monstruo Huwawa al que mataron.
La efigie sería erigida durante una ceremonia fúnebre.

El breve texto ofrece datos interesantes sobre la concepción  de una estatua y su significado.
La estatuaria implica el trabajo de artistas o artesanos que no eran picapedreros. Por el contrario, se trababa de un trabajo de precisión, propio de joyeros. Esta indiferenciación entre el escultor, el joyero y el orfebre también se daría en la Grecia arcaica. El patrón de los escultores (y los arquitectos), el primer escultor y arquitecto, Dédalo, era, sobre todo, joyero. Sus obras eran maravillosas precisamente por la precisión del trabajo : verdaderas filigranas.

La estatua tiene sentido en un contexto funerario. es decir, la estatua sustituye a la persona a la que representa. Estamos más cerca de la magia que del arte.  No se busca su encanto, sino el poder de simular -o poseer- vida.
Los materiales empleados son metales o piedras que juegan con la luz (que la dejan pasar), como el alabastro. Se trata de dotar a la figura del máximo brillo. Tiene que resplandecer o irradiar.

Existían unos seres capaces de irradiar siete veces, o de siete maneras: los dioses. Éstos se diferenciaban de los seres humanos por el brillo cegador de su figura, por el resplandor o el halo deslumbrante que emitían. Se imponían, por la fuerza, sino por el deslumbramiento. Un ser superior era, pues, invisible a los ojos de los humanos, porque éstos no podían soportar el resplandor del cuerpo divino.
Algunos reyes también irradiaban. Pero eran sobre todo las estatuas, hechas de placas metálicas, las que emitían luz. Se asemejaban a los dioses: no eran de este mundo. En verdad, eran el cuerpo de las divinidades. Brillaban porque la divinidad las poseía; el metal y el alabastro desprendía la luz que los dioses poseían, o la dejaban pasar. La luz era el signo de la grandeza divina.
La estatua, a su vez, es un potente foco de luz. Puede soportar los rayos del sol. El brillo, en este caso, denota su condición sobrenatural.
Las estatuas no eran de este mundo, o no estaban poseídas o animadas por seres de este mundo. Servían para que el espíritu de los difuntos se apareciera a los vivos. Dotaban a los espectros de un cuerpo, un cuerpo irradiante, y por tanto vivo, con el que podían regresar de entre los muertos -que vivían una vida en sombra en las tinieblas de los infiernos.
Las estatuas trataban, entonces, de mantener en vida a los difuntos. Eran un mecanismo para oponerse a la muerte. El oro es imperecedero, al igual que la piedra. El ser humano desaparecía pero su doble áureo perduraría.
La estatua se hallaba entre dos mundos. Gilgamesh precisaba que aquélla se hallaba, quizá -el texto está incompleto-, cerca de la "gran tierra" , es decir de la madre tierra, el espacio de los difuntos. Actuaba como un recordatorio de los desaparecidos -a los que dotaba de una ilusión de vida. Es decir, la estatua mediaba entre los vivos y los muertos.
Lo que no impidía que la estatua destacase la separación entre ambos mundos. Los relacionaba y los separaba. La estatua tenía el aura de los dioses, pero solo recordaba la condición mortal de los humanos. De algún modo, su irradiación daba la ilusión que el difunto había cobrado vida, pero también acentuaba, por contraste, la frágil y fugaz suerte humana. La estatua no era humana. Inhumana, más bien. Insensible, distante, se confundía con los dioses. Es decir, se alejaba de los hombres.

Gilgamesh preferirá hablar con el fantasma de Enkidu que con su doble imperecedero, la estatua. Al menos, el fantasma parecía tener la misma inconsistencia que los mortales.

En todas las culturas, las imágenes han servido para que los humanos perduremos. Pero adquiriendo la frialdad, la indiferencia de la piedra y el metal. La estatua miraba al dios-sol. No al desconsolado Gilgamesh.

(basado en el Poema de Gilgamesh, VIII, 4, 7, 8)

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