martes, 1 de febrero de 2011

El Cairo, 28 y 29 de enero de 2011






















Ejemplo de urbanización de lujo en la costa cerca de Alejandría.


Vivienda en el Egipto Medio, cerca de Minia

(Fotos: Tocho. Uso libre)


Sábado 28 de marzo

El autocar entró zigzagueando y en tromba en El Cairo. La casa nula circulación por la carretera y en los arrabales de la ciudad favorecían el tren desbocado. Eran las cuatro menos cinco de la tarde. El toque de queda empezaba cinco minutos más tarde.  Un pinchazo de uno de los dos vehículos militares que nos acompañaban, en medio del desierto, había frenado nuestro avance. Bajamos a toda prisa. Se cerraron las puertas acristaladas del hotel. El personal extendió una larga y gruesa manguera hasta la calle en previsión de un posible incendio. Cayó la noche. Las primeras patrullas o los primeros saqueadores corrían por la avenida de las Pirámides, por la que retumbaba el creciente estrépito metálico  de un carro de combate que disparaba al aire mientras avanzaba sin detenerse ante ningún obstáculo, ya fuera un coche o una persona.

Fue la noche anterior, en Minia, la capìtal del Egipto Medio, a unos doscientos cincuenta quilómetros al sur de El Cairo, en cuanto el guía se nos acercó y nos comunicó que quizá no podríamos llegar al día siguiente a la capital, cuando comprendimos  que la situación en Egipto, tras la jornada de revueltas, a la salida de las mezquitas y las iglesias, del viernes, se complicaba.
Hasta entonces, habíamos circulado fuertemente protegidos, mas el Egipto Medio se ha considerado, desde los años ochenta, una zona insegura para extranjeros y para cristianos, poco visitada. La total falta de turistas -salvo un japonés que, absorto, fotografiada los estelas fundaciones, esculpidas en las paredes rocosas que delimitan el desierto, de Akhetaton, la capital que el faraón Akhenaton fundara, en una árida planicie-, incluso en esta parte del país, era extraña. Pero la calma imperaba en los pueblos cercanos al  Nilo por los que pasábamos. Un policía, con una mano ostentosamente vendada, mostraba,  sin embargo, al día siguiente, que las manifestaciones también habían prendido en Minia.

El gobernador militar del Egipto Medio no autorizaba nuestra partida. Pero las órdenes eran contradictorias. Subíamos al autobús para descender a continuación. Un creciente número de policias y generales engalonados, serios, mas amables con nosotros, se concentraban ante el hotel. Nuevos vehículos militares, atestados de soldados, de mirada cansada, aparcaban ante aquél. No se nos autorizaba siquiera a cruzar la calle que mira a los jardines y las terrazas que bordean el río.
Cuando ya nos preparábamos para una nueve noche en Minia, llegó la orden esperada: podíamos, teníamos que regresar a El Cairo sin detenernos.

Domingo, 29 de enero

Ocho de la mañana. Se levanta el toque de queda. Durante toda la noche han circulado patrullas vecinales, coches y algún tanque. Disparos y altercados. Tiros de metralleta ocasionales trazaban una estela verdosa y relampaguente sobre nuestras cabezas, en la terraza del hotel. El olor a quemado que llegaba hasta las habitaciones no era una impresión errónea: salteadores habían logrado, pese a las brigadas de defensa vecinales, incendiar y saquear tres restaurantes (entre éstos Le Parisien), el vulgar hotel Mena (ante el que, tres días antes, aparcaban grandes coches negros con los vidrios tintados), una gasolinera y una discoteca con un rótulo de neón; las fotos de chicas maquilladas, ligeras de ropa y entradas en carne, exhibidas en la fachada, habían sido arrancadas. El dueño de una farmacia, cabe el hotel, se había apresurado a vaciar las estanterías y a pintar de blanco las puertas acristaladas. Al días siguiente, mandaría tapiar la entrada. Dos operarios cargaban a toda prisa taburetes de bar giratorios y mesas de un club en una camioneta, antes de cerrar las puertas, quizá definitivamente.

Los comercios, cerrados, salvo vendedores callejeros de fruta, de periódicos, y pequeños ultramarinos. Algún restaurante mantenía las persianas entreabiertas. En el centro, sin embargo, modestos cafés tenían unas pocas mesitas de madera en la angosto acera, todas ocupadas por vecinos que bebían y fumaban pipas de agua.

Camiones militares. Tanques ante los que se pasa ya casi sin mirarlos. Controles vecinales efectivos. Un modesto funcionario riega, tranquilo y metódico, un parterre intensamente verde entre dos calzadas. Algunos operarios barren la calle y recogen la basura. Vecinos, con bastones de madera, se suceden para dirigir el tráfico. Nunca se ha circulado mejor en El Cairo, y no solo por el fuerte descenso del tráfico. La policía ha desaparecido. Un orden casi nórdico reina.
Camino de la plaza el-Tahir, frente al Museo Egipcio, barrios impolutos, en los que algunas tiendas están abiertas y los escaparates iluminados, y calles bien ordenadas, suceden a coches quemados, alguna camioneta Mitsubishi azul oscuro con los cristales y la parte posterior, en la que se cargan a los policías, destrozada por balazos, y grises edificios gubernamentales, con la entrada alfombrada por una extensa capa de ceniza.
Calle y callejuelas cortadas, por barricadas, coches o camiones atravesados. En la plaza, ante la fachada del Museo, cerrado, en o detrás de cuya esquina superior izquierda se alza una fina cortina de humo, y de un edificio gubernamental -de moderna, intimidante arquitectura-, con toda la fachada ennegrecida, hombres y mujeres exhiben pancartas pequeñas escritas a mano en árabe. Sonríen. Levantan el pulgar a nuestro paso. Y se excusan por la situación, afirmando que ya no pueden más. Lo único que quieren, repiten, es que el presidente y su familia se vayan para siempre. No importa qué pueda ocurrir después. Algunos sostienen banderas o banderolas tricolores. Parecen francesas. Casi nadie habla, pero, de tanto en tanto, corean cortas frases que no entendemos. Subidos a un tanque, soldados de pie, quietos, a los que nadie presta atención. Un hombre, de rodillas y con la cabeza gacha, reza, incongruentemente. Da la espalda a la multitud, y algún vecino advierte por gestos que no se camine o se esté ante él. Un helicóptero sobrevuela la plaza.  Y, de pronto, un bramido ensordecedor, sobrecogedor. Las fachadas y los viaductos elevados de hormigón que ciñen la plaza y avanzan hacia el río, vibran y multiplican el rugido de dos cazas negros que vuelan en círculo a muy baja altitud.
De espaldas a una fila de tanques con el cañón erecto, hombres postrados sobre cartones alargados dispuestos en  cuadrícula, rezan a un lado de la plaza, a la sombra de los viaductos.

El inicio del toque de queda se acerca. Regresamos en taxi hacia el hotel. Cruzamos todos los controles sin dificultad. La noche siguiente, tranquila. O quizá nos acostumbramos al silencio, a los disparos ocasionales y al traqueteo, a la tos interminable de un solitario tanque, absurdo, al que la calle ilusoriamente vacía parece venirle grande.

En los alrededores de El Cairo se está levantando New Giza: una ciudad, plantada en el desierto, un remedo del París del diecinueve, cruzado por bulevares y plantado de farolas neogóticas, que más parece una versión aún más ostentosa de una ciudad de los Emiratos Árabes. En la costa, hasta cien quilómetros de Alejandría se suceden las urbanizaciones de lujo, valladas y fuertenmente defendidas por torreones.
La periferia de El Cairo y de Alejandría, por su parte, está abierta por canales de aguas pútridas, casi vidriosas, en los que se pudren animales muertos, cuyas laderas están sepultadas por capas de basura sin fondo, a las que se miran innumerables bloques sucios y sin cristales,  plantados en descampados tapizados por una incierta capa blanquecina de basura quemada.
La miseria, la suciedad y el abandono  son aún más lacerantes que hace veinte años, cuando aún los descomunales carteles impólutos, que anuncian New Giza, 1 y 2, no se alzaban triunfalmente en el desierto.

Hace unos quince días, el conservador de antigüedades del Museo de Arte e Historia de Ginebra contaba acerca de la fortuna que Japón pagó hace unos pocos años para obtener el préstamo, impensable, del tesoro de Tutankhamon. Entregada al director de antigüedades de Egipto, fue transferido de inmediato a Dª Suzanne Mubarak, esposa del presidente.
Por otra parte, las reservas del Museo de Ginebra antes citado guardan los fondos del Museo Arqueológico Nacional de Gaza hasta que puedan retornar y ser expuestos. La compleja operación requirió permisos de Israel, de la Autoridad Palestina, de Egipto, de Suiza y de la ONU. El bloqueo, sin embargo, era absoluto. Durante meses nada se pudo hacer. Hasta la intervención de Suzanne Mubarak. No se sabe o no se dice a cambio de qué.

¿Sorprende la revuelta o la revolución egipcia?


Agradecimientos a la serena Embajada de España en El Cairo, a D. Arturo Capdevila (representante del consulado español en el aeropuerto de El Cairo, a quien debemos la invaluable información para tomar a tiempo el avión), a D. Nasser Korkar y a la agencia Planes.

4 comentarios:

  1. Fantàstic relat i esfereidor, alhora!
    Cuida't.

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  2. Buenísimo Pedro! que bueno que regresaron bien, un saludo!

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  3. Anda, Pedro... que al final debió ser algo aterradora, la situación. Estaba preocupado, hasta el mail de Jordi; con él, ya imaginé que todo habría quedado en el susto... desde Berlín, seguía egipcias noticias...

    Me alegro que volviérais a salvo :)

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  4. Hola Joan, Dance y Ángel

    Gracias por los comentarios.
    No quise decir nada sobre nuestro regreso, porque la espera de siete horas era lo mínimo que se podía prever dada la situación. Egipcios que huían del país con todas sus pertenencias, extranjeros residentes en Egipto (como bailarines españoles de la Ópera de El Cairo a quienes la embajada española recomendó que regresaran), turistas que trataban de adelantar el regreso -añadiendo dificultades a las ya existentes- y pedían el oro y el moro, y los últimos turistas que partían, como nosotros, confluíamos ante unos mostradores vacíos, ya que el personal (que el mar de rumores describía en huelga para forzar la marcha de Mubarak), no podía llegar a tiempo, si su residencia se hallaba lejos del aeropuerto, debido al toque de queda y los innumerables controles.
    Algunos viajeros, como unas familias con niños pequeños sudanesas que trataban de regresar a Khartoum, llevaban dos días acampando en la terminal internacional, cada vez más sucia. Una joven lituna lloraba, hambienta y confundida, sentada en el suelo, después que le hubieran suspendido el vuelo tres veces. Rezar era la única solución que le quedaba, afirmaba.
    Nosotros, sin embargo, no tuvimos casi dificultades.
    Daba pena y angustia dejar atrás a todos los egipcios que nos han atendido tan bien.

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