jueves, 2 de septiembre de 2010

Crónicas de las indias occidentales (III): La Huaca de la Luna, o el templo de la santa faz

La montaña sagrada

La ciudad sepultada entre las Huacas del Sol (al fondo) y de la Luna (desde donde la foto está tomada)


Relieves policromados que recorren la cara de uno de las bases piramidales. En la franja inferior, soldados vencidos y prendidos; sobre éstos, filas de sacerdotes bailan alrededor de la Huaca.



El dios Ai Apaec "en forma" de araña, y de sierpe.






Cuatro faces, de la furia a la sonrisa, del dios Ai Apaec.

A los pies de una altísima pirámide, de cantos rectos y caras lisas, un risco gris y pulido preside, como un altar, un espacio ceremonial.
Una ¿"pirámide"?
No, no se trata de una obra humana, sino de una colina, aislada en el desierto, cuya perfecta forma piramidal sirvió, sin duda, de modelo para las dos huacas (santuarios en forma de pirámide) del Sol y de la Luna, situados en los extremos de una ignota ciudad de cultura Moche, entre los siglos I y VIII dC. Aún hoy, este monte, en el que la naturaleza se hace geometría, presta a confusión.

La ciudad está apenas excavada, al igual que la Pirámide del sol. por el contrario, sondeos efectuados en la pirámide de la Luna, en 1996, que revelaron la existencia de relieves policromados, han permitido su casi total desenterramiento.

Las pirámides moches, como casi todas las pirámides precolombinas, especialmente las que fueron construidas con ladrillos de adobe sin cocer, son el resultado de sucesivas bases o plataformas piramidales superpuestas a lo largo de los siglos, cuando éstas, gastadas por el viento, la arena y los diluvios que el Niño causaba cada veinticinco años (hoy este fenómeno tan destructor, que conlleva lluvias torrenciales donde, habitualmente, impera un clima desértico, se produce cada nueve años, lo que acelera la destrucción de los yacimientos), eran cuidadosamente enterradas y utilizadas como soportes para nuevas bases piramidales. En ocasiones, las bases eran cada vez más grandes. En la Huaca de la Luna, sin embargo, cada nueva base prolongaba la anterior. Una decena de estratos la conformaban justo antes de que losChimú (provenientes del norte de Perú), en el siglo IX dC, acabaron con los Moches.

Los últimos niveles se degradan. Los cantos se redondean y pierden nitidez, profundos cortes laceran las caras, los relieves desaparecen, los colores se desvanecen y los ladrillos retornan a su condición inicial, por lo que una gruesa capa de barro recubre lentamente las nítidas formas de la pirámide. La pirámide se vuelve árida montaña.

Los arqueólogos, entonces, "solo" tienen que rascar esta gruesa capa de barrio, procedente de las últimas bases (las bases superiores), para hallar, intactas, las primeras. En el caso de la Huaca de la Luna, la mayoría de los niveles han sido recuperados. La destrucción solo había afectado a un par.

Las huacas son macizas. Suelen tener una base de un centenar de metros de lado y unos treinta o cuarenta metros de alto. Cada nivel cumplía una doble función: servir de base elevada para rituales, sin duda sangrientos, y de soporte o "lugar" donde la divinidad se manifestaba a los humanos. Las caras de cada base servían de "galería pictórica". La efigie de la divinidad se materializaba sobre toda la superficie.

¿"La" divinidad? Su ¿"faz"?

La teoría de arte de Hegel, concebida a principios del siglo XIX, a partir de los conocimientos del arte que se tenía entonces (y que no podía incluir aún ni Mesopotamia, aún no descubierta, ni el mundo precolombino) ha hecho daño. Sostenía que el arte cristiano era superior a las artes clásica (romana) y primitiva (egipcia, asiria, persa, hindú), porque mostraba a un dios hecho hombre, capaz de expresar emociones a través de su rostro. No era la fuerza bruta, sino la interior, la que distinguía a esta divinidad, que las artes de pintura y la poesía ( y no las más primitivas artes de la escultura, propia de Roma, y de la arquitectura, masiva y monumental, característica de Egipto y Babilonia -pensemos en las pirámides inmutables, los jardines babilónicos y las infinitas salas hipóstilas persas-) eran capaces de reflejar y transmitir. El dios cristiano (convertido en un rostro doliente que revelaba, a través de los ojos, toda la gama de las sensaciones humanas), y las artes que mejor traducían plástica y poéticamente estas emociones (y que alcanzaron su máximo desarrollo y dignidad con el cristianismo, así en los frescos medievales, la pintura al óleo, y los sonetos de Petrarca y Ronsard), eran muy superiores a los insensibles dioses paganos y a sus toscas o frías efigies esculpidas. Los dioses paganos, se decía, eran insensibles, o inhumanos, incapaces de "sentir" nada (por sus fieles), una idea o creencia que marcó las naciente teoría del arte.

Sin embargo, Ai Apaec (el supuesto nombre de la divinidad "suprema" moche -la falta de escritura impide saber cómo era verdaderamente invocado), es un dios convertido en una faz. De hecho, no tiene cuerpo. Se asemeja a la clásica Gorgona, a la máscara dionisíaca, o a la santa faz cristiana. Pero, a diferencia de las dos primeras, exhibe, no un sempiterno rostro cariacontecido o furibundo, infundiendo constante terror, sino toda una gama de emociones, que no son muecas (como en las máscaras helenísticas que retratan más bien tipos teatrales), sino expresiones, de furia, tristeza y alegría, en las que la faz se "humaniza", que solo pueden revelar una "vida interior". La divinidad se hace hombre, siente como un ser humano.

Este conjunto de múltiples rostros de Ai Apaec se estampan sobre las "caras" de cada base piramidal. La faz divina se inscribe en la superficie del templo. La cara se superpone a la cara del santuario. El dios se hace templo, arquitectura. Sobre este ladrillo...
Es una faz plana, una huella, una impronta mágicamente inscrita en el soporte, aún húmedo, del tronco piramidal. Faz, de ojos desorbitados (faz que son ojos que miran), que se muestra a los ojos de los humanos y los animales, y que la "pirámide" exhibe desde lo alto, hacia los cuatro puntos cardinales, proclamando la soberanía de Ai Apaec.

Y, sin embargo, esta divinidad no es humana. Su faz recoge rasgos marinos (olas o tentáculos de pulpo que aureolan el rostro), felinos (colmillos) y aéreos (los ojos desorbitados y penetrantes del cóndor, y alas, que se confunden con la cresta de las olas), uniendo el cielo y el mar en la figura terrenal del hombre-jaguar. Todas las potencias sobrenaturales del mundo de la costa norte del Perú confluyen en este rostro, al mismo tiempo aterrador y patético, del dios airado sin dejar de ser compasivo.

¿"El" dios?

Cabe preguntarse si la tradicional distinción entre monoteísmo (que quizá solo se ha dado en el neo-platonismo) y politeísmo no salta en el caso de la religión moche (de lo poco que se puede saber de ésta). Ni siquiera el enoteismo (la preeminencia de un dios supremo sobre divinidades menores o angelicales, característica del cristianismo y el islam y, en parte del judaísmo) da cuenta de las posibles creencias moches, que la Huaca de la Luna manifiesta.
Existían dioses-lobos marinos, dioses-cangrejo, dioses-pulpo, dioses-araña (que, a través de los súbitos movimientos descontrolados del arácnido anunciaban la próxima llegada de las temibles lluvias causadas por el fenómeno del Niño), dioses-jaguares, dioses-cóndores, si bien predominaban las "divinidades marinas".
Mas, en todas estas deidades, la faz de Ai Apaec se inscribía. En verdad, eran Ai Apaec, metamorfoseado en distintos animales. Ai Apaec era un dios multiforme, el dios de las metamorfosis. Era capaz de adoptar cualquier forma o, mejor dicho, de "encarnarse" en cualquier ser, siendo, al mismo tiempo, uno y diverso.
El dios-araña era Ai Apaec, al igual que el dios-lobo marino o el dios-pulpo. El cuerpo de estas supuestas deidades era el rostro de Ai Apaec, que siempre se mostraba portando un atributo, su propia cruz: un brazo empuñando un puñal y una cabeza degollada que sangraba. Porque Ai Apaec era el dios de la vida y, por tanto, reinaba sobre los muertos.

La Pirámide la la Luna aparece así como un gran retablo construido, esculpido y pintado para el orbe entero, es decir para todo el mundo Moche. El lugar donde Ai Apaec aparece y se encarna; un singular paño de la Verónica que proclama la grandeza, la inmortalidad de la divinidad, capaz de recorrer los fondos marinos, la tierra y el cielo, de bajar a las profundidades y ascender a las cimas, como un dios omnipotente. Un dios, quizá, único. ¿Por ser singular, o porque solo había un dios? La ausencia de cualquier texto, impide dilucidar este misterio.

Divinidad que se encarnaba en un animal marino cuando reinaba en los océanos, en un felino o un humano cuando rondaba sobre la tierra, y en un ave de presa cuando sobrevolaba el orbe.

Sin embargo, Ai Apaec tenía una morada predilecta: la montaña; montaña que las Huacas del Sol y de la Luna reverenciaban, imitaban; al igual que la piedra sagrada, a sus pies, hacia los que miraban los espacios sacrificiales, en lo alto de las sucesivas bases piramidales. Espacios en los que las víctimas eran inmoladas en honor de un dios capaz de encarnarse en todas las formas vivas precisamente para asegurar la vida (eterna) a los mortales.

Las Huacas del sol y de la Luna aseguraban la vida eterna del mundo (Moche). De algún modo, han sobrevivido -y, hoy, el rostro macilento del Cristo doliente se transparenta en la faz anhelante de Ai Apaec.

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