jueves, 3 de junio de 2010

LECCIONES DE ARQUITECTURA EN IRAK (o los peligros de la restauración urbana en Irak)



Imágenes del barrio chiíta de Khadimiyia (Bagdad)
Proyecto ganador, de la firma iraquí establecida en los Emiratos Árabes, Diwan Architects, para la restauración del barrio de Khadimyia, convertido en un remedo de centro urbano norteamericano, de parque temático, o de "Pueblo Español" barcelonés, libre de arrugas, planchado, como un decorado.


“Calles tan estrechas que no pueden ni siquiera pasar un camión para recoger la basura, falta de electricidad, agua potable y alcantarillas, ¿es todo eso acaso lo que pretende usted preservar?”. La pregunta –dolorosa en su protesta-, dirigida a un ponente, resonó, clara y contundente, en el auditorio del hotel Al-Mansoor de Bagdad donde tenía lugar un congreso internacional sobre rehabilitación de los centros históricos iraquíes, perfectamente organizado por el Ayuntamiento de Bagdad y la Universidad de Bagdad, a principios del mes de abril de 2010.

La organización invitó, además de ponentes extranjeros (españoles, franceses, holandeses, checos, alemanes, italianos y norteamericanos), a arquitectos iraquíes exiliados (en el Reino Unido, Alemania, Dinamarca o los Emiratos Árabes), casi siempre por motivos políticos -en ocasiones, desde hace decenas de años-, y arquitectos, urbanista y profesores, jóvenes y mayores, que han permanecido, por los motivos que sean, en el país. El ansiado encuentro entre dos generaciones y dos realidades no pudo tener lugar verdaderamente. Se trató más bien de un desencuentro, del choque de dos visiones de la realidad: la de unos arquitectos, fuera de Irak desde hace demasiados años, para quienes el país que dejaron ya nada tiene que ver con el que han encontrado -un país que les resultaba tan extraño como para cualquier extranjero como nosotros que, hasta entonces, solo hemos podido tener noticias de la realidad de Irak a través de la prensa gráfica y escrita-, y de quienes han vivido involuntariamente desconectados del exterior durante unos veinticinco años -desde luego desde el embargo internacional, promovido en 1991, hasta el final de la segunda Guerra del Golfo y la caída del presidente Saddam Hussein, en 2004-, sin posibilidad de acceder a fuentes bibliográficas y documentales foráneas, de participar en congresos y encuentros fuera de Irak, así como de invitar a arquitectos y estudiosos a Bagdad. En tiempos anteriores a internet, el embargo absoluto dificultó o imposibilitó cualquier intercambio de conocimientos o de simples puntos de vista.

La frase antes citada fue pronunciada por un arquitecto iraquí que vive en Irak, ante la reacción de condena que suscitó, tanto entre iraquíes como entre invitados extranjeros, la presentación del proyecto ganador del concurso internacional para la rehabilitación del barrio de Khadimya en Bagdad organizado alrededor del santuario chiita del mismo nombre, que acoge, cuatro veces al año, unos tres millones de peregrinos venidos de todo el mundo, quienes necesitan unos servicios de asistencia y acogida que el barrio (residencial y comercial), con una densa estructura de callejuelas y numerosos comercios y talleres artesanos –un zoco cubierto, por ejemplo-, no puede actualmente proporcionar. Dicho proyecto, obra de una empresa de arquitectura situada en los Emiratos Árabes (Dewan Architects), lejos de preservar el barrio –tal como pedían las bases y exponían una parte al menos de los organizadores- propone derribar entre un ochenta y cinco y una noventa y cinco por ciento de la tupida trama urbana, en favor de un urbanismo de torres exentas, amplias avenidas y restauraciones y reconstrucciones propias de un parque temático (o de los centros históricos casi inventados tanto de ciudades del oeste de los Estados Unidos como de China), semejante al proyecto que se está llevando a cabo en la Meca, de las que los habitantes del barrio quedan inevitablemente desterrados.

La reacción de estupor e indignación de una parte de los asistentes que defendían la preservación del barrio más antiguo, mejor conservado y con más encanto de Bagdad recibió aquella contestación (respuesta, triste aunque comprensible proveniente de quien ha sufrido en carne propia tanta destrucción y abandono –aunque no todos los arquitectos iraquíes, tanto del exterior como asentados en Irak, piensan igual; también hay quien se desespera de las propuestas que barren formas de vida y de alojamiento que se han mostrado tan eficaces a lo largo de los siglos, bien adaptados a modos de vida, cambiantes hoy, ciertamente, y a un clima invariable-, pero que, irónicamente, estaba en sintonía con el tipo de proyectos tan destructivos para con el entorno promovidos desde el exterior, por arquitectos iraquíes instalados fuera de Irak, o por empresas foráneas ávidas): el barrio, polvoriento y dejado, no tiene ya nada que merezca ser preservado y, por otra parte, la grisura general –causada por años de embargo y de guerras- conlleva el deseo de olvidar el pasado, juzgado deprimente, y de abrazar los modelos seductores que el urbanismo de los Emiratos Árabes, principalmente (Dubai a la cabeza), propone (modelos que no solo defienden algunos arquitectos que viven en Irak, como reacción ante el abandono de Bagdad y las ingentes dificultades que las tareas de minuciosa restauración, casa por casa, acarrean, sino también algunos arquitectos iraquíes en el exilio, que promueven políticas urbanísticas de grandes empresas constructoras extranjeras, las cuales, de llevarse a cabo, acarrearán la destrucción de una parte sustancial del tejido urbano de Bagdad y de otras ciudades iraquíes tales como la ciudad de Kerbala, afectada por problemas parecidos, pero aumentados, a los del barrio bagdadí de Kadhimiya (otrora una ciudad independiente de la capital).

El comentario, casi un grito, revelaba también la fractura entre los arquitectos iraquíes, el abismo que media entre quienes se fueron hace años, y para quienes Irak es hoy un país tan exótico y extraño como para nosotros (más, si cabe, porque el recuerdo de lo que fue acrecienta aún más la imagen deformada que se tiene, alejada de la que se recuerda, lo que convierte a la ciudad en algo que se quiere recordar -que se cree recordar, pero que nada o casi nada dice-, en un perfecto extraño), y quienes han permanecido y han sufrido las consecuencias de su decisión, voluntaria o no. Para unos, Irak es un país que tiene que volver a ser lo que fue, es decir volver a tener la imagen que tenía, obviando los inevitables cambios que el tiempo conlleva, como si se tratara de reconstruir un paisaje de infancia o de juventud, de recomponer un rostro amado –que solo se conoce a través del recuerdo, necesariamente deformado- . Para otros, Irak tiene que dar la espalda a lo que es –un país roto- y lo que fue –un gesto que implicaría un retroceso o una renuncia, temor ante el futuro-, para renovarse enteramente, dotarse de una nueva cara, lo más parecida posible al rostro que países vecinos (básicamente los Emiratos Árabes) poseen, lo que significaría que Irak ya no sería un país “distinto” –por causas conocidas- sino integrado en la moderna cosmovisión del Próximo Oriente.

Sin embargo, sobre quienes, inevitablemente, recae o recaerá la tarea de reconstruir el país o de concluir la reconstrucción, no son los arquitectos que se fueron del país, hoy ya mayores, ni los que, habiendo sufrido treinta años de guerras, se quedaron, sino los arquitectos recién licenciados o, incluso, los actuales estudiantes de los últimos cursos de arquitectura, para quienes la historia no es un lastre, y para quienes el futuro existe, para quienes solo existe el futuro. Su formación, entonces, es decisiva. ¿Cómo es la enseñanza de arquitectura hoy en Bagdad?

Mis conocimientos directos son insuficientes. Responden tanto a lo que me han contado profesores y estudiantes como a lo que he podido ver, en horas tan solo, en la universidad –o en una de las universidades- de la capital iraquí: sin duda, un conocimiento pobre y, posiblemente, sesgado; pero que pocos arquitectos extranjeros han tenido, dadas las dificultades que han existido y aún son presentes para entrar y permanecer en Irak.

La Facultad de Ingeniería, a la que está adscrito el Departamento de Arquitectura, permaneció abierta durante todos esos años de conflicto. Solo cerró cuando el bombardeo de la ciudad en 1991. Y, aun en este caso, en cuanto reabrió (tras unas horas durante las cuales los profesores se ufanaron en limpiar y acondicionar las salas devastadas) los estudiantes tuvieron que entregar los trabajos previstos justo antes del inicio de los bombardeos como si nada hubiera ocurrido. En ningún caso, se les trató con condescendencia. Tenían que –merecían- ser tratados como universitarios de cualquier país. El nivel de exigencia no bajó. Tampoco se les concedió más tiempo del necesario. Las clases retomaron su ritmo, y con éste, las tareas encomendadas, al momento, de manera que nadie pudiera sentir dolorosamente lo que había ocurrido –la destrucción de la ciudad. Eso conllevó que el nivel educativo no se resintió. Los profesores se entregaron como nunca a restablecer el nivel de excelencia que consideraban se tenía que alcanzar y mantener.

Sin embargo, las condiciones no eran las óptimas. Y los acontecimientos futuros, tras 1991, no hicieron sino empeorar la situación del país en general, y de la universidad en particular. La guerra civil desencadenada tras la caída del presidente Saddam Hussein, y aún no clausurada, ha afectado profundamente a la universidad (una circular calcula que ciento ochenta y ocho profesores universitarios han muerto violentamente, asesinados o debido a la invasión) –aunque no a su voluntad de no bajar el nivel ni de tratar a profesores y estudiantes como si no pertenecieran a una universidad que quiere competir con cualquier establecimiento de educación superior de cualquier otro país.

La guerra entre Irak e Irán, al parecer, no impidió que los universitarios y los arquitectos iraquíes siguieran estando en directo contacto con el exterior. Las destrucciones que la primera Guerra del Golfo produjo dio pie, paradójicamente, a un aumento del trabajo –de restauración o reconstrucción de infraestructuras y edificios- para arquitectos (ajenos o no a la universidad). El embargo subsiguiente, empero, rompió los lazos entre Irak y el mundo, la universidad y el exterior. Los profesores se vieron en la imposibilidad de acudir a congresos y de invitar, en contrapartida, a ponentes a Irak; las suscripciones, la llegada de libros y revistas quedaron anuladas. No eran aún tiempos de internet y el correo electrónico era incipiente, lento y defectuoso (en casi todo el mundo) -estamos a principios de los años noventa del siglo pasado-. La segunda Guerra del Golfo y la guerra civil que aún asola el país han agravado la situación, pese a la aparición de internet –muy lento en Irak, al que los constantes cortes de electricidad, que los generadores no pueden solventar con eficacia, afectan aún más-. Buenos profesionales y enseñantes han emigrado (aunque no todos; algunos han considerado y consideran que su deber es quedarse, pese –o a causa- de las dificultades); la seguridad no está garantizada (los franco-tiradores han hecho mucho daño); la llegada y salida del recinto de la Universidad de Bagdad, un campus extensísimo, en medio de un vergel, delimitado –o defendido- por un codo del rúo Tigris (el área de la Universidad se asemeja a una península que avanza en el río), al que se accede hoy por una única entrada, lo más alejada posible de las aulas y edificios públicos (biblioteca, auditorio, restaurante) y administrativos (el rascacielos, obra de Gropius, visible desde lejos sobre una ciudad con edificios afortunadamente bajos -que apenas sobresalen por entre el palmeras que cubre los márgenes del río y zonas adyacentes- que preside el campus), no es sencilla y requiere mucho tiempo, incluso dentro del propio campus; por motivos de seguridad, escasos son los vehículos privados, incluso inspeccionados en el puesto de guardia en la única entrada, bajo el arco que Gropius proyectara, autorizados a circular en el recinto universitario.

Hasta hoy, sin embargo, la vida universitaria ha podido desarrollarse. En el Departamento de Arquitectura, si bien se toman precauciones, estudiantes veladas y con la cabeza descubierta, chiitas, sunitas y cristiano-ortodoxos (no parece que exista la posibilidad de declarase ateo), trabajan juntos, y se diría que no han existido tensiones notables, si bien, el posible próximo nombramiento de un decano chiita –sectario, al parecer- puede hacer tambalear un pequeño espacio en el que los problemas se dejaban en la puerta.

Los proyectos finales de carrera que la Universidad destaca ofrecen un altísimo nivel de trabajo y manifiestan el manejo habitual de programas informáticos. Los resultados son sorprendentes. Al igual que en España, dominan los proyectos de edificios públicos representativos: equipamientos y museos, insertados en la trama urbana de la ciudad. Siendo proyectos de estudiantes, no cabe preguntarse por la necesidad de tantos museos. Pero sí sobre el constante recurso a grandes equipamientos para solventar problemas de articulación urbana. La monumentalidad, el tamaño y la complejidad de los equipamientos proyectados enmascaran los problemas reales que, sin duda, requieren soluciones menos aparatosas. Mas, a diferencia de lo que pueda ocurrir en una escuela de arquitecturas española, dichos proyectos no responden (solo) al deseo de exponer la capacidad de proyectar del alumno y de los recursos formales que maneja. No se trata solo de mostrar habilidades, sino también –o sobre todo- de obviar o de negar una realidad triste y desmadejada, a la que el fulgor de los equipamientos y los hoteles de cristal, de vivos colores, en ocasiones (que contrastarían con un entorno terroso) en forma de rascacielos –la influencia de los Emiratos Árabes no deja de percibirse- trata de eclipsar. Dado que enfrentarse a un entorno descosido o deshecho es desesperante, parece como si los estudiantes pretendieran hacer tabula rasa, o quisieran olvidarse de la realidad en la que tendrían que proyectar si dichos ejercicios respondieran a un encargo. Los proyectos son desmesurados. Rascacielos y volúmenes quizá innecesarios. Pero las razones no son funcionales sino simbólicas. Estas obras deberían significar el regreso de Irak a la modernidad, y su despegue de un presente polvoriento y del que poca gente quiere tener constancia. El entorno presente evoca una situación ante la que, tras años de conflictos, se preferiría que no existiera o ante la cual se querría cerrar los ojos. De algún modo, dichos proyectos, siempre simbólicos, tratan de obviar la realidad y anunciar nuevos tiempos. En un muy buen proyecto final de carrera de hace apenas dos años, dos rascacielos,, que en cualquier otro lugar presentarían un carácter altamente especulativo, son en este caso planteados como los marcos verticales de una gigantesca puerta de entrada a un nuevo mundo, y el signo de hermanamiento de los barrios vecinos de Kadhimiyia y Adhimiyia, hasta ahora enfrentados, en los que se insertan. Los tranvías que se proyectan no tienen solo como fin la obtención de un transporte público económico y poco contaminante (como se querría en otros países), sino que su recorrido por distintos barrios tiene la voluntad de simbolizar la lograda o anhelada unión de aquéllos. Que el trazado no sea el más efectivo para vehicular pasajeros no parece constituir un problema: la imagen simbólica del tranvía, como de las torres, y los equipamientos (que parecen anticiparse a un soñado renacimiento cultural tras la devastación o destrucción de museos y archivos) es la que prima. Los proyectos no atienden a necesidades básicas sino simbólicas. Se trata de demostrar que Irak puede volver a ser lo que fue.

Por otra parte, ¿cómo proyectar de otro modo? Como bien señalan profesores de la asignatura de Proyectos del Departamento de Arquitectura de la Universidad de Bagdad, es imposible pensar en proyectos que busquen mejorar el espacio público, es decir, la vida de cada día en la ciudad, sin el recurso a grandes infraestructuras, a gestos proyectuales monumentales. La ciudad no pertenece a un único poder público –no solo por la presencia de un ejército ocupante aunque, sin duda, éste esté en el origen del problema que asola la ciudad de Bagdad-. El ayuntamiento de la ciudad no tiene un poder efectivo. Son las milicias, los poderes religiosos de los santuarios los que se reparten el control del espacio público, cada vez menos laico –y, por tanto, público, aconfesional-. Para restaurarlo, sería necesario poner de acuerdo a un gran número de grupúsculos políticos y religiosos, sectarios, enfrentados. Ante este desesperante problema, que no se sabe bien cómo abordar y solucionar, ¿cómo no proyectar rascacielos de vidrio y equipamientos culturales y deportivos sobredimensionados sobre los que, en apariencia, los verdaderos problemas diarios no parecen hacer mella? Finalmente, es posible que tras decenas de años de penurias impuestas, los estudiantes de arquitectura –y quizá los arquitectos- pretendan proyectar algo más que reparaciones del tejido urbano y de edificios que no se sabría bien cómo iniciar dada la amplitud y complejidad de las tareas. Es, sin duda, más satisfactorio y evocador proyectar desde cero edificios y barrios que parecen no estar limitados por los acuciantes y deprimentes problemas que la realidad plantea.

Juzgados desde Barcelona, los proyectos de los estudiantes y los grandes planes parciales iraquíes parecen fantasiosos y desligados de la realidad; por tanto, inútiles. Pero es precisamente la huida de la realidad lo que se busca, pese al aparente realismo de los proyectos, que, sobre un plano vacío y en una sociedad ideal, es decir, inexistente, podrían levantarse. La realidad es demasiado dura, y está ahí, siempre presente, sin embargo, para no tratar de obviarla pensando que se están poniendo las bases de una nueva sociedad.

El problema no reside en los sueños de los estudiantes y los profesionales, sino en los poderes públicos que pueden quedar fascinados ante estar promesas de un "nuevo amanecer". Dado los presupuestos tan generosos que Irak maneja (no olvidemos que posee las reservas de petróleo más grandes del mundo), cabe siempre el peligro que se decida cortar por lo sano, arrasar lo que existe y que podría restaurarse, y erigir un nuevo Bagdad, es decir, una copia de Dubai. El peligro no reside ya (solo) en las constructoras multinacionales sino en los legítimos deseos de políticos, arquitectos y estudiantes de pasar página y enfrentarse a un entorno limpio y vacío en el que proyectar ciudades de ensueño que la dura y tenaz realidad desbarataría dando lugar a fracasos arquitectónicos y urbanísticos que ya despuntan en Irak. Es necesario, por tanto, como bien señalan los mejores profesores universitarios, que Irak debe asumir lo que ha ocurrido, sin cerrar los ojos, pues solo entonces logrará recomponer lo perdido, sin copiar o duplicar lo que había antes de los conflictos, ni eliminar todas las trazas de lo que existía, la presencia, las marcas, incluso las heridas que, paradójicamente, son un testimonio de la capacidad de supervivencia y la vitalidad del país y de la sociedad.


(Original de un próximo artículo, en inglés, para el Journal of Architectural Education, RIBA, Londres, 2010)

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