martes, 29 de junio de 2010

La ciudad de los muertos etrusca















Una mala carretera, asolada por los baches, zigzaguea entre taludes erizados de pinos. El alquitrán se reduce a un camino de tierra polvorienta, cuarteado por las raíces de los árboles, que sobresalen como dorsos de escualos, entre muros de hierbas amarillentas.
Tenemos que abandonar los vehículos. No podemos dar ni media vuelta.

Nos adentramos ahora en un campo de trigo segado, y sorteamos los gruesos fajos de paja asaetados por púas doradas. Caminamos hacia el camposanto de la ciudad etrusca de Norchia, cuyos restos, sin duda asolados, no han sido aún hallados.

Sabemos que las tumbas, poco estudiadas, se inscrustan en las paredes verticales de una montaña rocosa. Pero andamos por un llano, y los riscos apenas se intuyen a lo lejos, disueltos por el aire recalentado del final de un día de estío.

De pronto, el camino desaparece. El campo se abisma. Un precipicio invadido por la maleza que sobresale entre árboles frondosos, por el que desciende un abrupto camino, sesga los cultivos.

A la izquierda, mirando a poniente, sobre el acantilado colgado sobre un río que se abre paso, allá abajo, por entre el bosque, las tumbas esculpidas: bloques pétreos tallados, en forma de habitáculos, ubicados los unos sobre los otros como cubos de un juego de construcción, separados por estrechos escalones que se deslizan entre los desgastados cenotafios. Se asemejan a "búnkers" si no fuera por una finas molduras horizontales, impropias en una ciega mole de hormigón, que humanizan, como una arruga, la obtusa faz de las tumbas. Abiertas están. Agrietados los muros. El musgo extiende verdes parches, que fruncen las fachadas, descarnadas como cráneos, como si la piedra fuera un material orgánico que un día tuvo vida. Algunas gruesas losas, que formaban el tejado de los nichos que han desaparecido, cuelgan aún del vacío. Un estrecho corredor, recorrido por una emplinada escalera descendente, permite acceder a unas celdas húmedas y oscuras, en las que lechos de piedra, dispuestos contra los muros, hace tiempo que ya no soportan los sarcófagos asolados, quizá desde hace milenios.

El cementerio es un remedo de poblado escalonado. Fachadas dispuestas contra las rocas, suspendidas en la garganta, que miran al sol poniente. Es la ciudad del oeste, a la que solo el sol que declina alumbra. El valle de los muertos: así lo denominaron los primeros exploradores del siglo XVIII.

De la perdida ciudad etrusca de Norchia, habitada por los vivientes, nada se sabe. Solo quedan las últimas moradas, abismadas.
El aire, húmedo y bochonorso, cuando la luna llena despunta, nos obliga a retroceder. Y el temor.

1 comentario:

  1. De lo más sorprendente del viaje, sin duda...! (sano y salvo en Berlín, equipaje perdido, Àngel te saluda...)

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