domingo, 20 de septiembre de 2009

Marionetas


Los griegos de la Antigüedad, como sin duda todos los pueblos arcáicos, consideraban que eran unas marionetas cuyos hilos manejaban los dioses, especialmente, las diosas del Destino que tejían y deshacían la vida de cada ser vivo (hasta los mismos Olímpicos temían a las Moiras).

Los hombres no eran responsables de sus acciones. Siempre existía una divinidad que quería el bien o el mal de un humano. La misma "primera" guerra, que forjó el destino de la humanidad, fue causada por el cielo. Si el troyano Paris raptó a la griega Helena y se la llevó a Oriente (sin que ésta opusiera resistencia, pese a estar casada con Menelao), desencadenando la casi eterna guerra de Troya, no fue por un capricho o un deseo suyo, ni por la inmoralidad de Helena, sino a causa de Afrodita. El conflicto había empezado mucho antes, en el cielo, y fueron los mortales las víctimas de las disensiones en lo alto: un oráculo había advertido a Zeus que un hijo suyo lo suplantaría en el Olimpo. Ante el deseo que sentía por la diosa Tetis, decidió rebajarla entregándola a un humano, anciano y débil, Peleo. El día de la boda, los dioses no invitaron -lógicamente- a Eris, la diosa de la discordia. Despechada, dejó caer una manzana de oro en la mesa del banquete, anunciado que iba destinada a la diosa más hermosa. Hera, Atenea y Afrodita se tiraron de los pelos. Eran diosas. Y, por tanto, igualmente hermosas. Nada podía distinguirlas. Acudieron entonces a un pastor, Paris, para que decididiera quien merecía el preciado fruto. Cada diosa le prometió regalos deslumbrantes: el poder político (con el que Hera tentó a Paris); la sabiduría o el poder técnico (que Atenea se ofrecía a entregarle si ganaba); o la belleza, con la que Afrodita deslumbró a Paris. Tras su victoria, le entregó la mujer más hermosa de la tierra: Helena. Hasta Helena fue una víctima (y no una mujer fatal) de los dioses.

Las peores desgracias, las decisiones más equivocadas, los planes más arteros, las acciones más sanguinarias: de ninguno de esos males los mortales eran responsables. Eran los dioses, por el contrario, quienes insertaban severas disensiones entre los humanos.

Por eso mismo, maravillan algunas pocas situaciones en las que los hombres se responsabilizan, aunque sea parcialmente, de sus actos (casi siempre desgraciados), sin culpar al cielo. El mal que han causado solo es imputable a ellos. Nadie les ha forzado o cegado.
Así, Elpénor, el más joven grumete de la nave de Ulises, muere al despeñarse de un tejado. Era de noche y, por fin, la maga Circe autorizaba a Ulises y a sus compañeros a abandonar su palacio, sin retenerlos más. Todos bajan a la playa. Elpénor, borracho, se despierta demasiado tarde en la parte alta de la msansión de Circe y decide correr de terraza en terraza hasta la nave. Resbala sin que nadie se de cuenta. La nave parte sin saber que Elpenor no ha subido.
Cuando, meses más tarde, Ulises desciende a los infiernos (para encontrarse con el espectro del adivino Tiresias a fin que le comunique si llegará un día a Itaca), se halla con la sombra de Elpénor. Éste le narra lo que le había ocurrido la noche aciaga. Culpa al "Destino funesto de la divinidad", ciertamente, pero sobre todo a la bebida (que tomó libremente): ambos le enloquecieron, impidiéndole calibrar lo que tenía que hacer. Y la borrachera no fue una imposición sobrenatural, sino una acción, enteramente humana, equivocada..

Fue entonces cuando Elpénor se dió cuenta de su condición humana, como también la descubrieron otros compañeros de Ulises quienes, movidos por la codicia, sin que ningún dios interviniera, abrieron, pese a las advertencias recibidas, la bolsa de los vientos (que los retenía, impidiéndoles que desataran vendavales que hubieran solivantado el mar, haciendo inútil la navegación): en este caso, no era la cólera de Poseidón para con Ulises la que hundió la nave, sino un sentimiento enteramente humano: el deseo casi infantil de conocer.

Ya el héroe mesopotámico Gilgamesh, hasta entonces víctima de los caprichos de los dioses, había cometido una falta que cambió la vida de los hombres. Desesperado por la muerte de su escudero Enkidú, partió hasta los confines del mundo en busca de la planta de la inmortalidad, que crecía en lo hondo del océano. Cuando logró descubrirla, arrancarla y subirla hasta la tierra, agotado tras la inmersión, dejó la planta en la orilla y se estiró. No se dió cuenta que una serpiente se acercaba y engullía el remedio. Cuando despertó, vió lo que había hecho. Descubrió entonces que no lograría la inmortalidad, al igual que todos los humanos. La vida eterna estaba vetada a los mortales. Y decidió, sereno, retornar a su ciudad, Uruk, asumiendo que la vida es fugaz, sin que este descubrimiento fuera un impedimento para dejar una huella benéfica en la tierra: en este caso, unas espléndidas murallas que edificó tras las cuales la vida podía cobijarse segura.

Son pocos los casos en los que los hombres de la antigüedad se dieron cuenta que el destino estaba en sus manos. Pero solo entonces descubrieron su verdadera condición: eran libres. No dependían de nada. Nadie les mandaba. Sus acciones solo les incumbían.
Eran, pues, humanos. Ni títeres ni dioses, sino responsables (lo que no son ni los muñecos ni los dioses, plenamente irresponsables, dominados éstos por sus pasiones inextinguibles). Podían, por tanto, equivocarse. Y aprender de los errores, incluso fatales. El hombre podía ser libre (de errar, siquiera, o sobre todo).

Descubrir que somos humanos porque asumimos que tomamos decisiones equivocadas, porque aprendemos a equivocarnos.

Desde finales del siglo XVIII, los dioses han muertos. El Destino ya no nos marca. Los destellos de libertad que, aún a costa de su vida o sus esperanzas, Ulises, Elpénor o Gilgamesh, descubriellos, debían convertirse en una potente y constante luz.

Y, sin embargo, nunca como ahora echamos la culpa al otro. No a un dios, ciertamente, sino al inmediatamente superior. Y, así, por ejemplo, si hay putas en las calles de Bacelona, es culpa del ayuntamiento, quien culpa a la Generalitat, quien culpa a la Diputación, quien mira acusadoramente hacia el Gobierno, quien...

Y así nos va. Hemos dejado (hace tiempo) de ser plenamente humanos. Pero los dioses ya no volverán (a preocuparse por nosotros).

4 comentarios:

  1. Si los Dioses no se preocupan por nosotros estamos tocados y hundidos, pero esto ya hace mucho tiempo que lo intuyó !!!!!!
    Intentar recuperar nuestra condición de seres humanos, aun esta en nuestras manos!!!
    Te tenga un buen dia!

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  2. Yo hasta diría que no es sino la voluntad de no ser libres la que nos causa esta dependencia externa. Culpar a lo otro, sea administraciones, u otros individuos, no deja de ser algo distinto al juzgar que la causa de lo que aflige u ocurre a uno es el tejer-destejer de las Moiras. Viene a ser -cómo no- algo más patético.

    El hecho que el Destino -en mayúscula-, para los griegos o para el mismo Gilgamesh sea algo ineludible, de lo cual uno no puede escapar, en sí, no es el 'meramente' culpar. Se trata de un querer conocer lo que ocurre y por qué. Se trata de un explicar, un modo de ver, el mundo Del por qué ocurren las cosas, del por qué se muere de formas 'poco dignas' o del por qué algo que se cree uno que no merece le pasa. Sería paralelo a las explicaciones científicas actuales -léase, para los griegos, no para nosotros-.

    Aun así, nosotros no culpamos a leyes inviolables, ineludibles juicios divinos; culpamos a aquello que es igual de fugaz que nosotros. Corrompidos, nos culpamos entre nosotros, humanos, por la propia vida, las propias desventuras y desgracias. Algo cambió, sí. Pues el hombre, harto lejos de su propia libertad, la ha perdido con la de todos los otros. La hemos 'querido' perder. Ya no han sido los hilos que penden de los cielos de Enlil o Zeus. Han sido los propios hilos con que cada uno se mueve, los que se han liado y llenado de nudos.

    Y, aun esto, cada uno sigue sin ver su propio esclavism; ¿libertad? muchos hablan de ello como algo a que ansían, pero la mayoría de veces, tal ansia los convierte en más ciegos, más alejados de ser humanos-libres.

    Hasta pronto (desde Barcelona)

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  3. Gran entrada (pero esto tampoco es decir mucho en este blog).
    Quizás la modernidad sea sólo la ilusión de que puede sustituirse el azar (los hilos que nos mueven, la naturaleza o los dioses: el "Deus sive natura" spinoziano)por la técnica. Y en la confianza en la técnica no caben dioses. Pero tampoco humanidad, sino procedimientos algorítmicamente reglados.
    Heidegger (y antes que él Holderlin) decía que en el peligro se encuentra también lo que salva. ¿Pero qué dioses pueden salvarnos?
    Contra los males de una sociedad tecnologizada hemos inventado los terapeutas en lugar de recuperar los altares.
    No estoy seguro de que salgamos ganando. Los terapeutas son más caros.

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  4. Hola apolíneos

    Ángel, los héroes griegos sí se lamentaban -y temían- las decisiones -y las intervenciones- divinas. Sí culpaban a los dioses de lo que les ocurría y de las acciones que, a menudo involuntariamente, se veían abocados a llevar a cabo.
    Pero estas "denuncias" no eran siempre justificaciones. Los héroes no se alegraban ni se desentendían de las consecuencias de sus actos. De hecho, las tragedias son tragedias porque narran la lucha que los héroes emprenden para desviarse del camino que el Destino les ha trazado. Por otra parte, aún sabiendo que no son responsables de lo que hacen, sí son lúcidos sobre lo que han causado y se avergüenzan. Edipo no quiso matar a su padre y casarse con su madre Yocasta. Fueron las Moiras las que habían decidido que si nacía cometería semejantes actos. Pero, una vez llevados a cabo, Edipo no se escudó en la Fortuna: se arrancó los ojos, se desterró, pidió que nadie le protegiera, y su madre, habiéndose dado cuenta de lo que había hecho, se suicidó.
    La tragedia es la exposición de las tentativas de los héroes por torcer el Destino, y de las consecuencias trágicas del descubrimiento de la verdad.

    Nada que ver, ciertamente, con echar el mochuelo al que viene detrás o está más arriba, como si lo que hiciéramos no fuera con nosotros.

    Gregorio, ¿no crees que nos hemos inventado dos instancias, terribles, ominipotentes y sin rostro, a quienes atribuimos nuestras acciones y sus consecuencias? Por un lado, "la sociedad ", y, por otra parte, el "inconsciente". Algo, que nos rebasa, que nos posee desde dentro, o desde no se sabe dónde, es el verdadero causante de lo que emprendemos y de las consecuencias de nuestras actos. No soy yo, soy otro. Mi yo no soy yo.
    Si un niño no estudia, es porque la sociedad le impide estudiar, o porque está marcado por un trauma. Este ejemplo es una caricatura, ciertamente.
    Pero, desde luego, los traumas son los dominios de los teraupeutas. Y a la sociedad es fácil acusarla: es informe. Es como Dios.

    Ya lo cantaba Jeanette.

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