domingo, 31 de mayo de 2009

El Libro

El CAPRICCIO, EL CAPRICHO ARQUITECTÓNICO Y LA FORTALEZA DEL ALMA






“Quel pittore che fa imitazion fantastica, dipinge cosa di capriccio et d´invenzion sua e che non abbia l´essere fuori del propio intelletto”
(G. Comanini, Il Figino, 1591)

“On sinó en el buit i en el no-res,
fonamentarem la nostra vida?
Probarem d´alçar a la sorra el palau perillós dels nostres somnis, (...)
per l´última victoria damunt l´esglai”
(Salvador Espriu, No convé que diguem el nom)


A finales del siglo XV, un descubrimiento arqueológico casual iba a revolucionar el arte y dar una estocada fulminante al confiado Renacimiento. En efecto, poco después, las esperanzas que los artistas renacentistas depositaron en la pintura como un medio para reproducir la naturaleza se resquebrajaron. El arte dejó de mirar hacia el exterior para volver sobre sí mismo. Nacía así el Manierismo.
Cuenta la leyenda que un pastor, que guardaba su rebaño que pastaba por la colina de Oppio, en Roma, cayó, de manera inopinada, en un hoyo profundo hasta entonces escondido por la hierba. Cuando por fin logró salir a la superficie, cuando ascendió de lo sería muy pronto definido como “una gruta” poblada de imágenes inquietantes, proclamó, asustado y maravillado, que acababa de contemplar un mundo nuevo, poblado de seres en la sombra residentes en las entrañas de la tierra: de “grutescos” o seres fantásticos, de “caprichos”, como muy pronto los calificarían los artistas.

No era de extrañar: acababa de descubrir un mítico edificio olvidado desde hacía más de un milenio: la odiada Domus Aurea, la “Casa Dorada”, el colosal palacio recubierto de oro (cerca del actual Coliseo) que el emperador Nerón, tras sus ataques de delirios de grandeza, había mandado construir, lejos del Palatino donde se ubicaba hasta entonces la sobria residencia imperial. Gracias al supuesto gobierno despótico de los últimos años de su reinado, tan denostados por los historiadores romanos posteriores, Nerón había logrado imponer, a sangre y fuego, en ocasiones, su voluntad o sus caprichos.
El inintencionado incendio de Roma, debido en parte al pésimo urbanismo de la ciudad y a la madera empleada en las estructuras de las inseguras viviendas de varias plantas, liberó una gran parte del centro de la ciudad, pronto expropiado y luego ocupado por el gigantesco palacio de Nerón. Tan grande era (ocupaba todo el centro de la ciudad, entre las colinas del Celio, el Esquilino, el Palatino y el Capitolio) que, años más tarde, cuando el palacio fue destruido, el Coliseo se edificaría sobre uno de los estanques circulares de uno de los jardines del palacio. Una estatua de bronce, de treinta y cinco metros de alto, que representaba a Nerón como el dios Sol, decoraba el vestíbulo. Follies arquitectónicas (templetes, palacetes, rotondas, etc.), tan inútiles como vistosas y decorativas, se dispusieron a lo largo de planos de agua alargados hasta el infinito que simulaban el mar –o rivalizaban con él, como Tácito comentaba- y multiplicaban los volúmenes del palacio que parecía flotar, entre destellos dorados y láminas reflectantes, entre el cielo y la tierra. Contaba Suetonio que los edificios que rodeaban el estanque central buscaban “dar la impresión de ciudades”. Lo real y la ilusión se confundían. La Domus Aurea, digna de un dios principal, no era propiamente de este mundo.
Nerón, fascinado por los fastos y los cultos orientales, se consideraba la encarnación o la manifestación visible de Helios, el dios sol. Contrariamente a la austeridad republicana y de los primeros emperadores, que aún respetaban la memoria de Rómulo que vivió pobremente en una cabaña, Nerón, a imitación de los palacios de Oriente, mandó construir la mayor construcción que jamás hubiera existido y decorarla por los mejores artistas griegos, a costa de las arcas públicas: era una envolvente digna de un dios. A su muerte, el palacio no estaba aún terminado. Pocos años más tarde, y tras un período de revueltas, mal controlados por emperadores de efímero gobierno, el linaje de Nerón fue proscrito, y la nueva dinastía imperial de los Flavios quiso volver a las virtudes de antaño. Abandonaron la Domus Aurea, volvieron al Palatino, y trataron de borrar el palacio de Nerón de la faz de la tierra, sepultándolo y utilizando sus gruesos muros a modo de cimientos de las nuevas construcciones, entre ellas las termas de Trajano, que se levantaron sobre la colina artificial que cubría el palacio repudiado.

Doce siglos más tarde, su interior, y todas sus riquezas, aparecieron intactas. Muchos pintores renacentistas, Ghirlandaio, Perugino, Filippo Lippi y Rafael, entre ellos, quisieron contemplar este nuevo arte, y reprodujeron minuciosamente las escenas fantasiosas que se abrían ante sus ojos deslumbrados. Seres híbridos (los grutescos), en los que lo animal, lo mineral y lo humano, lo vital y lo inanimado, se mezclaban de manera fantasiosa, parecían revivir por un momento despertados por la luz temblorosa de las antorchas. Entre la lumbre y el humo, estos seres diminutos e inquietantes, pintados de manera “impresionista”, pasaban –y se desvanecían para siempre, en ocasiones- como sombras en los muros del palacio sepultado, sucios de humedad. Se hubiera dicho que la Edad Media denostada, invadida de figuras grotescas o demoníacas, hubiera infectado el mesurado arte clásico poblado de figuras naturalísticas y desapegadas del mundo material. El bestiario medieval revivía a la incierta luz de las teas. Cuando el velo de la edad oscura parecía descorrido para siempre, la noche y las sombras reaparecían de nuevo en medio de los fulgores renacentistas. El manierismo volvería una mirada hacia atrás, hacia unas edades en la que el mundo invisible y universo el de la imaginación primaban sobre las formas de este mundo lastrado.
Esto explica que un tratadista manierista español como Guevara, siguiendo la asociación entre el capricho y el demonio, aceptara, y sólo en este caso, que las invenciones de El Bosco, debido a sus formas monstruosas que “sobrepasan los límites de la naturaleza, adulterada y fingida”, pudieran servir para representar el infierno (F. De Guevara, Comentarios de la pintura). El teórico barroco italiano Ottonelli (Trattato della Pittura e Scultura, 2, 16) también opinaba que El Bosco había acertado a la hora de evocar al demonio, debido a su “bruta deformitá”, por medio de “belle invenzioni, che con stranne bizzarrie si vengono nell´opere”. No debe extrañarnos, entonces, que los caprichos arquitectónicos sirvieran en ocasiones para representar ciudades malditas como Troya, Sodoma y Gomorra, Ninive o Babilonia.
Este aspecto inquietante de los caprichos, formas que parecían haber escapado al ordenamiento y la luz divinos y haberse refugiado en lo hondo de las grutas, quizá explique una posible etimología del la palabra italiana capriccio. Algunos la hacen derivar de capra (las cabras son veleidosas, y eran la forma bajo la cual se mostraban los sátiros y el dios Pan que moraban en lo hondo de la selva, lejos de la civilización; además, cabra, en griego, se decía “quimaira” o “quimera”; la Quimera era un monstruo híbrido con cuerpo de cabra, una pesadilla, como toda “quimera” o “vano sueño”). Otros sostienen que capriccio provendría más bien del italiano caporiccio, que significaba deseo, antojo. Esta palabra, a su vez, derivaría de la expresión italiana capo riccio, esto es, cabeza erizada, horrorizada ante la visión de seres propios del infra-mundo. Al mismo tiempo, capriccio estaría emparentado con raccapriccio, que significa “profunda turbación sumada a sensaciones de horror y repugnancia”. El capriccio desataba entonces sensaciones contradictorias de deseo y de asco. Atraía al tiempo que repelía. La fascinación se unía a la repulsión, el gusto al disgusto, sin que ambas sensaciones pudieran separarse. Iluminaba y ensombrecía.
Recordemos que las cuevas neronianas, en efecto, se hallaban bajo tierra. Por lo que, en origen, un capriccio evocaría más algo horrendo que gratuito, si bien la inesperada aparición de estas formas desconocidas, bajo el subsuelo de Roma, no parecía responder a lógica alguna.
Desde entonces, debido al aire, la humedad y la incuria, los frescos de la Casa Dorada han desaparecido casi por completo; sin embargo, no eran muy distintos de los que, tres siglos más tarde, se hallarían sepultados –y preservados- por las cenizas en la ciudad provincial de Pompeya –algunos de cuyos ejemplos se incluyen en la presente exposición.
Entre las imágenes maravillosas que el palacio contenía, destacaban unos frescos parietales: unos cuadros enmarcados presididos por extrañas imágenes arquitectónicas pintadas nerviosamente, como apariciones flotando sobre un fondo liso, semejantes a visiones alucinatorias. Era la primera vez que el hombre moderno veía pinturas dedicadas enteramente a un tema de arquitectura –hasta entonces, los edificios sólo habían constituido el marco o el fondo de las escenas-, y dieron pie a un nuevo género pictórico: el capricho arquitectónico.
Estas imágenes, sin embargo, no eran meramente decorativas, pese a su aspecto fantasioso y alejado de la realidad. Antes bien, eran un a modo de arte religioso. Los edificios, en medio de paisajes idílicos e irreales, y las ciudades que mostraban no eran de este mundo. Pero no eran inventadas. Por el contrario, mostraban templos y palacios del más allá. Eran la ciudad de los muertos. Estos frescos se encontraban en los dormitorios principales. Eran una ventana al infra-mundo, un punto de contacto con el mundo de las sombras. Gracias a aquélla, los ancestros, que moraban en estas arquitecturas neblinosas, podían velar por sus descendientes que ocupaban la casa en este momento.
Los grutescos y caprichos del palacio de Nerón y, luego, pompeyanos, ejercieron una influencia decisiva en el arte, primero a finales del siglo XV y, más tarde, del XVIII. Así se explica el carácter desolado y fantasmagórico de las plazas metafísicas del primer De Chirico, pobladas –si tal término es adecuado a espacios tan vacíos- de figuras diminutas y detenidas apoyadas sobre sombras alargadas (o atrapadas por éstas que les hacen sombra, y las inmovilizan, como una negra losa) ante las cuales los hombres se muestran como criaturas frágiles y evanescentes.

“Capricho” no es una palabra muy antigua. Es un término acuñado a finales del Renacimiento que tenía –y aún tiene, según los diccionarios- dos significados distintos, aunque ambos tuvieran un punto en común: la presencia de la facultad imaginativa.
Así, para la Real Academia, “ un capricho es una determinación”; pero, también significa “obra de arte en que el ingenio o la fantasía rompen la observancia de las reglas”.
En efecto, en primer lugar, un capriccio era una de las denominaciones que recibía la facultad anímica, perteneciente al alma sensible, que participaba de la creación artística (poética y pictórica). Esta facultad, según los distintos artistas y tratadistas manieristas y barrocos recibía también el nombre de “facultad inventiva”, de “imaginación”, de “fantasía” de “spiritoso ingegno”, como la calificaba Zuccari. Así, este tratadista tardo-manierista italiano escribía que las obras de carácter fantástico (“disegno esterno fantastico”) eran fruto de “tutto quello che la mente umana, la fantasia e il capriccio di qual si voglia arte può inventare” (Federico Zuccari, Idea de´pittori, scultori et architetti, 1607, II). Para el teórico del arte Comanini, un pintor que hacía una “imitacion fantastica” pintaba “cosa di capriccio e d´invenzion sua e che non abbia l´essere fuori del propio intelletto” (Gregorio Comanini, Il Figino).
Esta facultad, como repetimos, recibía denominaciones diversas. Se distinguía del “gusto” o “juicio”. Éstos, que para nosotros, hoy, son facultades distintas, tendieron a equipararse durante el manierismo: Zuccari escribía indistintamente acerca del “giudizio” –o del “buon giudizio”-, del “buon gusto”, del “bello intelletto” –del “chiaro intelletto”-, o de la “discrezione” -Paolo Pino, en su Dialogo di Pittura, señalaba que “discrettione è intesa da me per buon giudicio”. Gusto, juicio, intelecto y discreción eran términos sinónimos que se referían a la facultad anímica superior; ésta se ponía en acción tras el funcionamiento de la inventiva, fantasía, imaginación o capricho para seleccionar, corregir, ordenar y atemperar lo que la facultad imaginativa había ideado y plasmado gracias al arte de la mano. Todos aquellos eran facultades superiores, pertenecientes al alma intelectiva, bajo cuyas órdenes la invención, el capricho o la imaginación tenía que ponerse; de este modo, la inventiva, guiada y controlada por la “razón”, podía dar a luz a imágenes sorprendentes aunque decorosas, irreales si bien no demoníacas o lesivas. Como opinaba Paleotti, “dal lato de´pittori non è dubio che pitture, che non ricercano molto essatta imitazione e forza di dissegno, sono più facili di essere mece in opera da un mediocre ingegno, che quelle che vanno continuate e ricercano necesariamente la connessione o dipendenza l´una dall´altra, perché in queste, dovendo l´ingegno per forza stare raccolto e reggresi con la briglia dell´arte, non dà luogo al pittore di andare vagando a capriccio, e conseguentemente l´astringe a maggiore diligenza, vigilanza, pazienza e fatica, sì come aviene negli scrittori che, non pigliando un soggetto particolare né tratando con metodo fermo l´opere loro, se la passano con disgressioni, saltando or qua or là senza ordine” (Gabriele Paleotti, Discorso intorno alle imagini sacre e profane, 1582, II). La regla que aportaba el juicio era necesaria para que la producción del capricho fuera aceptable y aceptada.
Ocurría que, de tanto en tanto, y de manera aún incontrolable e inesperadamente, la facultad “caprichosa” se agitaba violentamente, se excitaba, produciendo una profunda turbación interior. Durante este trance (en todos los sentidos de la palabra), el artista veía imágenes sorprendentes causadas por la imaginación enfebrecida. Este estado de furor era semejante al que, ya desde la antigüedad, embargaba a los poetas, poseídos súbitamente por alguna fuerza exterior, de carácter (casi) sobrenatural, o por una fuerza íntima, y que les impelía a declamar o a escribir.
En la antigüedad, esta turbación, que ya Platón (o, anteriormente, Demócrito), había llamado “furor divino” (expresión quizá acuñada por el propio Demócrito), sólo se producía en el alma de los poetas. Hasta principios del siglo XVI, los artistas plásticos y los arquitectos estuvieron relativamente inmunes a este violento sofoco –aunque tratadistas helenísticos escribieron acerca de las supuestas visiones de escultores como Fidias, en contacto con la divinidad que se le manifestaba y se le mostraba. Si Platón se burlaba de estos locos que, debido al estado de rapto, de posesión, no sabían lo que hacían ni que hacían, Aristóteles, más comedido, consideraba que esta excitación anímica, si era seguida de un trabajo sereno que pusiera orden a las visiones, era una excelente causa de la creación poética, y que sólo la poesía inspirada, en la que la furia y el esfuerzo, la chispa y la diligencia, compartían las labores creativas, era digna de ser tenida en cuenta. Si Platón consideraba que cualquier poeta (cuanto más inculto, cuanto más entregado mejor, pues no interfería con la voz divina que lo utilizaba como médium o portavoz) podía ser víctima de estos momentos de posesión incontrolable, ya Aristóteles opinaba que el furor prendía en aquellos que poseían un exceso de humor melancólico, lo que favorecía estos instantes alucinatorios, de rapto místico, de entrega a y de fusión con una fuerza superior arrebatadora (llámese Musas, Apolo, o cualquier otra divinidad ligada a la creación).
Si, bien entrados en el siglo XV, la teoría platónica del furor poético rebrotó con más fuerza que la aristotélica, especialmente en el círculo neoplatónico de Lorenzo el Magnífico (en el que brillaba la figura clave del filósofo Marsilio Ficino), en las artes plásticas, por el contrario, los tratadistas optaron por moderar el influjo del furor divino, y por abocarlo a los inicios de la creación. Como escribía Vasari, tras el rapto creativo era necesario que, una vez recuperada la lucidez, el artista seleccionara y ordenara juiciosamente las imágenes, sorprendentes y llenas de fuego, distintas sin duda a lo creado anteriormente, que su alma entusiasmada le había hecho ver, y que la mano apurada había tratado de plasmar abocetadamente a base de trazos frenéticos y manchas inconexas dispuestas velozmente, sin orden ni concierto, en el papel o en la tela (o de formas apenas modeladas en el barro): “E perché dal furor dello artífice sono in poco tempo con penna o con altro disegnatoio o carboni espressi solo per tentare l´animo di quel che gli sovviene (el furor tentaba, como una forma seductora, el alma; la atraía y la excitaba; la descripción del alma turbada del artista, poseída, hoy diríamos, por sus demonios –o, más correctamente, daemones- interiores, en el momento del acto creativo, como un alma tentada, era casi un lugar común en la tratadística manierista), perciò si chiamano schizzi. Da questi dunque vengono poi rilevati in buona forma i disegni, nel far de´quali, con tutta diligenza che si può, si cerca vedere dal vivo, se già l´artefice non si sentisse gagliardo in modo che da sé li potesse condurre. Appresso, misuratili con le seste o a occhio, si ringrandiscono da le misure piccole nelle maggiori, secondo l´opera che si ha da fare” (Giorgio Vasari, Le vite).
Al igual que el furor poético platónico, el capriccio, o mejor dicho, el conjunto de imágenes mentales caprichosas ideadas en estado de trance, duraba lo que una exhalación, un soplo inopinado. Las “continue invenzione e capricci assalgono ai pittori, per il che, appena avevano delineato un corpo e formato un gesto, che gli nascono nella fantasia infiniti d´altra sorta, sí che non possono, per l´estremo diletto che senteno de l´invenzione, aver pazienza di finire alcuna opera cominciata” (G.P. Lomazzo, Tratatto dell´arte della pittura, scultura et architettura, II).
Armenini, por su parte, también defendía el necesario trabajo posterior del intelecto ordenando los esbozos realizados por la mano al dictado del alma enfurecida, una vez que el artista se reencontraba consigo mismo y recuperaba su espíritu. Así pues, Armenini escribía acerca de lo que los pintores realizan “sul furor di quel concetto, che subito si espone a guisa di macchia, che da noi schizzo o bozza si dice, conciosia che si accenna diverse attitudini di figure e di altre materie in un tempo brevissimo, secondo che confusamente ne soviene, accadendo ad essi sì come a i buoni poeti accade delle sue composición improvise, alle quali di poi più volti discorrendovi sopra con diverse mutación, o tutto o parte ne rimovono, o così da loro si limano, che come incomparabili restano e di perfezzione e di belleza insieme. Così e non altrimente il buon pittore è tenuto, ch´egli avrà le bozze predette, di ben rivederle e mutarle, secondo che bisogno vede, et anco talvolta è bene che se ne faccia più schizzi, che siano eziamdio diversi da´primi, perfino a tanto ch´egli ben si compiaccia. Conciosia cosa che con più attenzione si dessegna di nuovo, che non si fa a rivedere solamente quella macchia, laonde l´intelletto più si abbellisce e si lima, percioché la mano ministra dell´intelletto aiuta molto più l´ingegno, perché nel rivederli en el rifarli bisogna che la mano con la penna ogni atto et ogni minucia riformi e riduca a miglior termine con alquanto spazio di tempo, nel quale l´intelletto et il giudizio (nuevamente términos sinónimos) può far meglio il suo ufficio che il considerarlo solo, perché l´occhio trascorre più veloce della mente, e questo schizzare e dissegnare più volte è cagione che si aggiunge molte cose in miglior forma, et anco se ne levano molte come superflue, essendo che più fácilmente si emendano gli errori nei disegni che nelle opere. Sono adunque per queste vie ridotti i disegni della sua invenzione agli ultimi termini” (Giovanni Battista Armenini, De´veri precetti della pittura, 1586). Según Armenini, por tanto, las creaciones enfurecidas estaban llenas de errores que debían ser subsanados por medio del posterior trabajo, diligente y aplicado, de la mano guiada esta vez, no por un alma turbada, sino por el intelecto. Recuperado el juicio, el artista debía retocar y recomponer las figuras abocetadas. El furor “pictórico”, por tanto, daba lugar a dos tipos de composiciones, ambas alejadas de las formas naturalistas tomadas del exterior: bocetos y manchas que deformaban las formas imitativas, y “bizarrías”, esto es, figuras que no guardaban parangón con ningún ser vivo. Éstas últimas creaciones también se denominaban caprichos.

En efecto, Lomazzo opinaba que bajo la creación del capricho (entendido, ahora, no como facultad anímica o, incluso, como facultad anímica turbada o excitada, sino como la causa final del furor, esto es, como un capricho dibujado o pintado, como una obra de arte inventiva creada en un estado de entusiasmo), latía cierto furor. Añadía que el arte del capricho solo podía practicarse, no con el alma apaciguada, sino enfebrecida, si bien, una vez el fulgor apagado y la cordura recuperada, con arte (esto es, con técnica y diligencia, con mesura e inteligencia, con atención, lucidez y dominio del medio) debía corregir los esbozos o las manchas apuntadas: “nell´invenzioni delle grottesche, più che in ogn´altra, vi corre un certo furore et una natural bizarria, della quale, essendone privi, queitali, con tutta l´arte loro non fecero nulla; si come anco poco più hanno conseguito coloro, che quantunque siano stati bizarri e capricciosi, non le hanno però saputo rapresentar con arte. Perchè in ciò l´una et l´altra hanno da concorrere insieme giuntamente furia naturale et arte” (G.P. Lomazzo, Op. cit.).
Caprichos y grutescos: los términos parecen intercambiables. ¿Lo eran? Sí, al parecer, durante el manierismo, aunque hoy, tendemos a ver en los grutescos imágenes de seres híbridos, de monstruos de la naturaleza, mientras que opinamos que los caprichos, además de grutescos, también comprendían imágenes de arquitecturas imaginarias, pero no necesariamente monstruosas. Esta distinción, sin embargo, no existía en el siglo XVI. Tan extraños eran los miembros deformes de los seres grotescos como las columnas inverosímilmente delgadas de ciertas arquitecturas caprichosas. Así, por ejemplo, Pirro Ligorio incluye en los grutescos “suggeti d´architettura molto debili e con colonne sottilissime et alte e con strane cose interrotte di prospettiva e di cose che si sostengono per un filo o per un capriolo di vita” (Pirro Ligorio, Trattato di alcune cose appartenente alla nobiltà dell´antiche arti e massimamente de la pittura).
¿Qué lugar ocupaba el capricho? Pero además, ¿cuál era su papel en la creación artística?
Según la tratadística manierista (que asumía el primado del dibujo en la realización de una pintura defendido por Alberti) existían tres tipos de diseños (o dibujos). En efecto, Zuccari sostenía que el diseño se dividía en “naturale, artificiale e fantastico”: “dicono alcuni, che disegno è solo la forma delle cose da Dio prodotte in questa machina del mondo, secondo le varie forme sensibili, visibili; et altri chiamano disegno le forme lineate; ma noi troviamo che vi sone tre sorti di disegno esterno propio a noi pittori (Zuccari distinguía entre el diseño interno –la imagen mental formada en y por la imaginación- y su plasmación o concreción externa en la materia gracias al trabajo de la mano regulado por el juicio): uno si chiama disegno naturale essemplare proprio e principale, dalla natura prodotto e poi dall´arte imitato. L´altro si chiama disegno artificiale essemplare dell´artificio umano, col qual formiamo varie invenzioni e concetti istorici e poetici. Il terzo lo chiamaremo disegno pur artificiale, ma fantastico, che sarà di tutte le bizarrie, capricci, invenzioni, fantasie e ghiribizzi dell´uomo” (F. Zuccari, Op. cit.). Pino (Dialogo di Pittura) que, al igual que Zuccari distinguía tres tipos de diseños, llamaba al diseño fantástico “disegno chimerico”.
La naturaleza era la causa del llamado diseño natural, esto es, de todas las formas, animadas e inanimadas, que poblaban la tierra; el diseño artificial era obra del hombre, e imitaba cuidadosamente la apariencia y la estructura de las formas naturales (combinando las nociones de mimesis platónica –que insistía en el parecido formal- y aristotélica –que, por el contrario, destacaba la importancia del parecido estructural-; finalmente, el diseño fantástico daba lugar a seres y a objetos que no existían: más precisamente, de “essere imaginarie, che non sono né possono essere secondo la natura”, de “quelle forme d´uomini o d´animali o d´altre cose, che mai non sono state, né possono essere in quella maniera che vengono rappresentate, e sono capricci puri de´pittori”, explicaba Paleotti reiteradamente a lo largo del texto sobre la representación de grutescos (G. Paleotti, “Delle pitture dette grottesche”, Discorso intorno alle imagini sacre e profane). En este sentido, Paleotti retomaba la célebre definición (muy crítica) vitrubiana de los caprichos, arquitectónicos, en este caso, según la cual un capricho mostraba “formas que no existen, no pueden existir, ni han existido nunca.” Los caprichos, añadía Paleotti, conformaban “pitture mostruose” que “le persone se le hanno fabricate nella mente, sì come il capriccio gli ha portato (...), come gli viene in fantasia.” Barbaro, traductor y comentarista de Vitrubio veneciano, insistía en que mientras que la pintura debía ofrecer imágenes de “cose che sono o che possono essere”, por el contrario, los grutescos mostraban –y Barbaro lo desaprobaba- “cose che non possono stare in modo alcuno” (Daniele Barbaro, Comentario al tratado de Vitrubio, Venecia, 1567).
Así pues, la tratadística manierista distinguía incluso entre la “ficción” y la “fábula”, entre el “fingimiento” y lo “fabuloso”. Gilio, por ejemplo, detallaba que “il finto è quello che non è in quell´alto che si dimostra, ma può essere. Et avertite a questo passo che, dove il vero non può over luogo, ivi finzione non può essere, perché altro non è la finzione che la maschera del vero. Il favoloso è quello che non è e non può essere.”

El capricho pertenecía, obviamente, al grupo de las imágenes de modelos que no existían en la realidad ni podían existir –pese a la apariencia de realidad de ciertos caprichos arquitectónicos, como sostienen algunos estudiosos contemporáneos, pronto desvanecida cuando se estudia su estructura, como bien ya sabía Ligorio. Los caprichos o los grutescos no podían existir más que en sueños. Eran, como sostenía Ligorio, “insogni”, pues “sì come la fantasia nel sogno ci rappresenta confusamente le imagini delle cose e spesso pone insieme nature diverse, così potemo dire che facciano le grottesche, le quali senza dubbio potemo nominare sogni della pittura” (Barbaro, Op. cit.). Lomazzo, en cambio, se oponía a los que consideraban que los caprichos eran un mal sueño. Las pinturas de Rafael, de Rosso Fiorentino o de Julio Romano “veramente fanno restare confusi coloro che dicono le grottesche essere sogni”, escribía en su Tratado.
En principio, la tarea del pintor no estaba centrada en la realización exclusiva de caprichos, aunque ésta no era tarea fácil, ya que, como ya hemos comentado anteriormente, exigía que la facultad intelectiva del artista pusiera freno a la producción incontrolada de imágenes sorprendentes por parte de la imaginación o fantasía enfebrecida. Un pintor debía saber imitar dos tipos de formas: naturales e artificiales, como sostenía Zuccari, lo que exigía, por un lado, una práctica sostenida y, por otro, un certero conocimiento de, entre otras, las reglas de la perspectiva: “convien dunque al buon pittore, come imitatore universale et emulo della natura, aver cognizione e prattica di tutte le cose naturali et artificiali et in particolare aver regola di prospettiva e di architettura per potere con intelligenza formar casamenti, palazzi e prospettive, così per figurar animali aerei, terrestri et acquatici, e rappresentare boschi, champagne, prati, colli, monti, valli, laghi, fiumi, mari et in somma tutte le cose.” Mas, por importante que fuera la imitación del natural, la tarea del pintor no podía limitarse a reproducir el mundo visible. “Così in una pittura grande o di sala o di galeria non bastano l´istorie e le figure al natural dipinte”, observaba Zuccari, “ma vogliono alcuni ornamenti proporzionati, grottesche e capricci”. La pintura de historia (que, junto con la pintura religiosa constituía el fundamento el arte y pertenecía a los dos géneros artísticos mayores) no era suficiente: un aire triste y estéril la recorría. La corrección era absoluta, la composición y la técnica inmaculadas; mas faltaba la vida que la sorpresa, que la irregularidad introducía. Sin éstas, la frialdad, el gélido hálito de la muerte rondaba estas imágenes tan estiradas. Tersas, tensas, agarrotadas; brillantes, pulidas, cristalizadas, de las que la emoción había sido evacuada. La mácula de un capricho coloreaba la pintura. Por esto, la exploración del mundo de la imaginación no era una tarea vana. El propio Zuccari defendía la necesidad de la pintura de caprichos y de grutescos como una manera de enriquecer las obras: “si come la natura è copiosa e varia e varie sono l´arti, così il buon pittore debe esser vario e copioso e procurar sempre d´imitar il meglio.
Poi debe studiare intorno a questa terza spezie del disegno (disegno fantastico, al cual está adscrito el capricho), cioè nuove invenzioni, capricci e cose varie e fantastiche per arrichire l´opere sue, ornarle e abbellirle.” Los caprichos, entonces, enriquecían y embellecían las composiciones tomadas del natural.
Sin embargo, aquellos no cumplían sólo una función ornamental o artística, sino, diríamos, casi moral: “per ciò dunque, se alcuni pareno cose false e vane, dalli dotti furono sempre stimate come figure di cose morali”, explica Ligorio. Añade que “sono stati alcuni moderni, che non sapendo la verità di tale pittura e la sua origine, l´han chiamate grottesche et insogni e stravaganti pitture, anzi mostruose.” Para Zuccari, satisfacían “alla diversità de´gusti”, al igual que, en un banquete, una comida exquisita no era suficiente para dar gusto a los comensales, sino que la presencia de diversos ornamentos de mesa –que Zuccari citaba en una prolija descripción, y que correspondía a las preciosistas y recargadas mesas de los bodegones manieristas flamencos, en los que el nácar, las perlas y el cristal se aliaban a las sedas, y los ramos de flores, como unos broches de oro y pedrería, atrapaban la luz que prendía en los pétalos y la devolvían astillada en mil centellas- juiciosamente distribuidos, ayudaba a colmar el espíritu. Así que, Zuccari continuaba, “il buon giudizio dunque et il buon gusto tutto ordina e dispone con il chiaro intelletto. Così a far una bella pittura e segnalata vi si ricercano queste tre qualità e tre specie del disegno, naturale, artificiale e fantastico; e se bene in questi disegni della terza specie, per esser capricci e bizarrie, non si può dar regola particolare, il giudizio può scieglere quello che è più grato all´occhio e più lodevole et imitarlo.” La complejidad de la creación de caprichos –en los que la frontera entre lo fabuloso y lo indecente o lo inconveniente, la “obscenidad y el decoro”, como explicaba Zuccari, era difícil de distinguir-, no sólo requería por parte del pintor un juicio ejercitado sino que, de algún modo, era la concepción y la práctica del capricho los que ejercían y fortalecían el juicio. La creación del capricho, por seductoras que fueran sus formas (o puesto que lo eran), educaba al artista y le ayudaba a fijar los criterios con los que podía discernir lo conveniente de lo impropio, lo aceptable de lo condenable. Ligorio concluía que “anzi loro sono fatte per recare stupore e maraviglia, per dire così, ai miseri mortali, per significare quanto sia possibile la gravidanza e pienezza dell´intelletto, e le sue imaginazion, che fan l´uomo erudito e dotto nelle scienze, e per sadisfare, e per mostrare l´accidenti, per accommodare la insaziabilità delle varii e strani concetti cavati da tanta varietà che sono nelle cose create”. Como comenta Paolo Barocchi, “las justificaciones propuestas tienen un valor no solo mental sino también moral” [1]. Los que condenaban los caprichos y los grutescos, sostenía Ligorio, no se daban cuenta que estas imágenes contenían enseñanzas de “gli iddii e le iddee e le favole d´Esopo” y que, por tanto, tenían un fondo moral. Eran imágenes pensadas para los “míseros mortales”, para sacarlos, siquiera por un momento, de su “mísera condición mortal”, exponiéndoles a los misterios de mensajes en clave a fin de que se sobrepusieran a sus limitaciones y fueran capaces de desvelar enseñanzas de origen sobrehumano.
Toda y su importancia para la educación del artista (y del espectador que debía discernir, entre la proliferación de grutescos, los caprichos defendibles), la práctica del capricho no estaba exenta de riegos. De hecho, algunos tratadistas contrarreformistas advertían de los peligros de la realización y de la contemplación de grutescos y de caprichos. Paleotti advertía que los caprichos eran “fantasmi vani”, frutos de la “imaginación irracional (irragionevole)” de los pintores. El prudente Montaigne los descalificaba tildándoles de “peintures fantasques, n´ayant grâce qu´en la variété et étrangeté”. Por esto se preguntaba por la razón de estos “grotesques et corps monstrueux, rapiécés de divers membres, sans certaine figure, n´ayant ordre, suite ni proportion que fortuite” [2]. Según el prudente Vasari, “le grottesche sono una spezie di pittura licenciosa e ridicola molato”. En esta crítíca, a la indignidad del grutesco se unía su inmoralidad, lo que lo convertía en una imagen que no merecía ni podía ser contemplada. Hacía perder el tiempo, al tiempo que maleducaba. Para Doni [3], los grutescos eran simples “castelli in aria”, castillos en el aire, comparándolos, involuntariamente, con caprichos arquitectónicos. Pero la asociación con la arquitectura (que no era de este mundo) era pertinente, como veremos.
Quizá por este motivo se consideraba que el furor sólo podía intervenir en la ideación y en el abocetamiento de los grutescos y los caprichos, y que, posteriormente, el artista debía verter todos sus conocimientos y su lucidez en seleccionar, ordenar y proporcionar los fragmentos o las manchas apuntados en el papel o en la tela. De algún modo, se temía el poder fascinante y turbador de los caprichos capaces de transportar a los espectadores a quien sabe qué mundos donde el orden terrenal no tenía porque imperar. El capricho era temible, pues alteraba el orden. Las escenas que mostraba no pertenecían al mundo de los hombres. Antes bien, eran emanaciones demoníacas. La fantasía que el capricho aportaba era bienvenida y necesaria, puesto que introducía viveza y misterio, lo que agudizaba el ingenio, siempre y cuanto estuviera debidamente controlada por la razón. Mostraban figuras, paisajes y construcciones novedosos, sin relación alguna con las que el artista podía ver con sus ojos. Aunque las distintas partes que componían las escenas estaban en principio tomadas del natural (si bien, como en el caso de las escenas de Brueghel, todos los elementos, todo y teniendo un fundamento real, estaban transformados o transfigurados de tal manera por la imaginación que pertenecían más propiamente al mundo de lo imaginario), y las figuras obedecieran a las reglas de composición de los seres o de las formas naturales, el resultado, por la yuxtaposición o coordinación de elementos diversos, consistía en una figura o una escena inexistente e imposible en la realidad.
Los manieristas sabían, obviamente, de los poderes del arte. Y del arte del capricho; en particular Lomazzo. En efecto, este teórico milanés supo ver más allá de la apariencia gratuita del capricho o del grutesco. Así, en su libro Rime, Lomazzo consideraba que, al igual que la escritura egipcia, los caprichos eran jeroglíficos que encerraban, en clave, contenidos muy profundos que no estaban al alcance de todo el mundo. Al igual que en los enigmas, verdades se celaban tras sus figuras fantasiosas. Los grutescos, sostenía, eran “enimmi, o cifre, o figure egizie dimandate jeroglifici, per significare alcun concetto o pensiero sotto altre figure, come noi usiamo negli emblemi, e nelle imprese”[4].
La equiparación de los grutescos o los caprichos con los emblemas y las empresas manieristas es importante, toda vez que un emblema o una empresa era un a modo de alegoría a través de cuya figura híbrida, a menudo de difícil lectura, y en la que lo educativo o funcional primaba sobre lo propiamente estético, se expresaba visualmente un cierto contenido moral. Los emblemas se dirigían, ante que a los sentidos –al sentido de la vista, en concreto, al que, sin embargo, su insólita apariencia se dirigía para azuzarlo o inquietarlo- al intelecto de los espectadores. Un contenido oculto, que debía desvelarse, no sin dificultades, a iniciados, acechaba tras un emblema.

Los grutescos y los caprichos no podían sino ser bien recibidos en la corte manierista del emperador Rodolfo II, emplazada en Praga. Nieto de Carlos V y descendiente de Juana la Loca, Rodolfo II (1576-1612) llegó a ser, a la muerte de su padre Maximiliamo II, la cabeza del Sacro Imperio Germánico, herido por las disensiones, cada vez más sangrantes, entre católicos y protestantes. Rodolfo II (católico y educado en la corte española) consiguió mantener el rumbo y logró evitar la peor guerra que haya asolado Europa en toda su historia y que estalló poco después e su muerte, la Guerra de los Treinta Años. Sus gustos, sus colecciones y sus inquietudes resumen las aspiraciones y las crecientes angustias de finales del siglo XVI. Este rey, amigo del tratadista y pintor Lomazzo, por cierto, se ha hecho célebre tanto por el ambiente que reinaba en la corte como por sus singulares colecciones reales. Atrajo a filósofos, cabalistas, pintores, iconólogos, emblematistas, arquitectos y escenógrafos, ingenieros, relojeros y fabricantes de autómatas (de los que Rodolfo II poseía una gran colección), médicos, curanderos, químicos, alquimistas, naturalistas, taxidermistas, teólogos, magos, hechiceros, astrólogos y astrónomos a quienes el emperador invitaba con frecuencia y con los que departía con fruición y curiosidad. El arte, la ciencia y las ciencias ocultas se daban la mano para desentrañar los misterios del mundo, toda vez que éste se estaba oscureciendo en medio la ceguera que empujaba a los cristianos a matarse entre ellos. Giordano Bruno (más por su condición de astrólogo que de filósofo) y John Dee, Johannes Kepler y Arcimboldo fueron agasajados y mantenidos por el monarca que rendía pleitesía a Hermes Trismegisto y culto al dios cristiano.
Rodolfo II simpatizaba con los Rosacruces [5], una secta o confraternidad esotérica, nacida en Alemania, a finales del siglo XVI, cuyos procedimientos se asemejaban a los de la alquimia o, mejor dicho los utilizaban como símbolo de las enseñanzas que preconizaban. Trataban de transmutar la cruz (signo de dolor y cerrazón) en una rosa (símbolo de iluminación y de apertura a Dios) -el escudo de Lutero se componía de una rosa y una cruz. Poseían –y aún poseen- unos textos sagrados que contaban las aventuras iniciáticas de Cristian (un nombre significativo) Rosacruz (o Rosenkreutz) en busca de la verdad y del reencuentro con Dios. Los Rosacruces buscaban volver a la unida del ser humano con Dios, antes de la caída, a la unidad del hombre consigo mismo antes del desgarro que la caída acarreó.
Praga era el centro del mundo. El orbe giraba alrededor de la corte. Estaba centrada en y por ella. La ciudad era como un enclave seguro, como un sólido agarre en medio de las turbulencias de finales de siglo. Rodolfo II perseguía conocer los secretos del mundo, las órdenes por las cuales Dios creó el universo, de las que Adán, en sus conversaciones con el cielo tuvo certero conocimiento, pero que se perdieron, para siempre, al menos hasta la llegada de este rey, tras la Caída, salvo para unos pocos elegidos, sabios iniciados en los misterios de la creación, magos a los que Dios confió sus conocimientos, como Abraham, Moisés, Hermes, Orfeo, Pitágoras y Salomón [6], con cuyos espíritus Rodolfo II trataba de entrar en contacto o cuyo legado trataba de descubrir tras la letra de sus escritos (como la Biblia) que los cabalistas intentaban descifrar. Quería volver a levantar al hombre, devolverle su dignidad.
Por esto, en las oscuras estancias del palacio, tras sus gruesos y fríos muros, en lo alto de la colina, se practicaba la alquimia y la magia natural. Rodolfo II ha sido a menudo asociado a Fausto, una figura de mago, indomable, altivo y ambicioso, característica del Manierismo, que quiso explorar poner a prueba los límites del mundo.
Por medio de filtros, crisoles y frágiles alambiques que no cesaban de gorgotear en el silencio de estancias alejadas, los magos y los alquimistas trataban de purificar la materia densa y oscura y transmutarla en éter y en luz. Procedían de manera inversa a Dios, ya que buscaban adquirir el conocimiento de los medios por los que Dios, en los inicios de la creación, hizo descender la luz y la fraguó en materia. Trataban de remontar en el tiempo, de desmontar lo que el tiempo había oscurecido. Así como la luz y la pureza divinas se habían azogado a lo largo de la historia, transformando el oro en materia plomiza, mediante el fuego purificador, el alquimista volvía al estado inicial o pre-adánico de la materia, esto es, a la materia paradisíaca. Detenía e invertía el proceso destructivo que la Creación había sufrido desde la caída de Adán. Al mismo tiempo, este proceso de depuración (que pasaba por una combustión, una muerte simbólica de la materia, de la que resurgía renovada), simbolizaba la purificación del alma del alquimista lograda a través de fórmulas, rezos y ritos que le exponían a la luz.
La magia natural, contrariamente a la magia negra, operaba según procedimientos inspirados en Dios. Los alquimistas se ufanaban sobre la materia más amorfa y oscura que cupiera: el plomo. Por medio de fundiciones, destilaciones y secretas manipulaciones la Creación se revertía, y el plomo se convertía en esencia de luz, esto es, en oro, la materia divina por excelencia.
Aspiraban a hallar lo que denominaban “la piedra filosofal”, esto es, el mecanismo a través del cual lo inmaterial brotaba de lo material, la esencia (casi en sentido químico) era destilada por la apariencia, y esquirlas de luz saltaban de la piedra tosca. Trasmutar la materia; metamorfosear piedras en cristales translúcidos; hallar a Dios en la noche; convertir la noche en noche transfigurada: tal era el fin último de la alquimia. La piedra devenía “piedra angular”.
Una “piedra angular” era uno de los cuatro bloques sobre los que sustentaba el Templo del Mundo (esto es, el Cuerpo de Dios, su Hijo), y su concreción material, el templo de Salomón –y cualquier templo hecho a imagen de aquél. Mas Cristo, cuyo cuerpo era un templo, se había presentado, más precisamente, como la piedra angular del mundo [7]. Mateo contaba que Jesús dijo a sus discípulos, citando las Escrituras: “la piedra que los constructores han desechado (esto es, la piedra bruta, la materia informe), en piedra angular se ha convertido; fue el Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos” (Mateo, 21, 42). Cristo era una piedra viva, y edificó su iglesia sobre una piedra fundacional (el apóstol Simón, llamado, desde entonces, Pedro.)
La alquimia buscaba, de algún modo, encontrar las fuerzas que Dios insirió en la materia, en las piedras mal desbastadas, en los bloques que constituían el Gran Templo cuyos planos mostró a los hombres, para captarlas y apropiárselas. La alquimia y la magia natural estaban unidas a la arquitectura. Todas estas ciencias o artes buscaban construir un mundo habitable, que acogiera la luz. Mas, mientras Dios echó luz sobre el mundo, el alquimista y el arquitecto trataban de devolver la luz al mundo sepultada bajo la materia. El alquimista destilaba; el arquitecto desbrozaba. Ambos limpiaban, purificaban la materia.
Estos procesos de regeneración eran, al mismo tiempo, procesos ascéticos, a través de los cuales, al tiempo que depuraba la materia, el alquimista, el arquitecto y el artista se purificaban. Su trabajo de limpieza era un símbolo de depuración interior gracias al cual podían reencontrarse con Dios –y con sus conocimientos. La eliminación de impurezas o de brozas hasta obtener la máxima claridad o luminosidad (plomo trasmutado en plomo, en el caso de la alquimia; en arquitectura, un terreno acotado y desbrozado, un claro en el bosque, un “templum” –esto es, un espacio delimitado dedicado a los poderes celestiales) simbolizaba el ascenso hacia las fuentes del conocimiento, hacia Dios. Gracias a la alquimia se llegaba hasta la arquitectura del mundo tal como fue concebida por Dios. Como señala Evans, “the occult striving was in essence an attempt to penetrate beyond the world of experience to the reality which underlay it, and as such it paralleled or overlapped with the artistic use of symbol and emblem.” [8]
Puesto que Rodolfo II buscaba las ideas o formas divinas selladas en la materia, era lógico que coleccionara obras de naturaleza en las que, milagrosamente, el poder omnipotente de Dios estallaba, obras humanas en las que se percibía un “segno de Dio”, en palabras de Zuccari, esto es, obras de “disegno” o composición singular. La colección imperial era extensísima y comprendía varios miles de piezas. Abarcaba piezas de geología, de botánica, de zoología, de santería, así como obras de artesanía, de artes aplicadas (joyería, platería, relojería, etc.) y de artes mayores (pinturas, esculturas, grabados, dibujos y obras arquitectónicas). Su curiosidad no se cansaba nunca. Las colecciones se agrupaban en vitrinas que ocupaban salas a las que sólo los iniciados tenían acceso. Fósiles, minerales, meteoritos, guijarros, piedras preciosas, ramas retorcidas de coral, conchas, huesos, esqueletos, cuernos, colmillos afilados, huevos, animales disecados, aves del paraíso, reliquias: todo lo que manifestaba el poder creador de la naturaleza y de Dios tenía cabía en el gabinete de maravillas que Rodolfo II atesoraba. Asimismo, los mecanismos que imitaban misteriosamente la vida, como relojes y autómatas, los instrumentos de medición y de observación (catalejos, telescopios) le fascinaban tanto como aquellas obras artísticas en las que se percibía un ingenio singular que no casaba con las normas convencionales. Los misteriosos experimentos de Leonardo tratando de captar el poder disolvente de la luz y de la humedad, los caprichos de Arcimboldo, los cuerpos de divinidades, retorcidos y deseantes, de Spranger (quien, por cierto, visitó la Domus Aurea, y grabó su nombre en una de las bóvedas –en el momento del hallazgo, las estancias estaban llenas de tierra hasta casi la altura del techo, y los visitantes rozaban las bóvedas), siempre cazados en íntimas escenas de atracción y repulsión, cuando la luz se enfrentaba a la materia y los dioses estaban azorados por impulsos tan humanos, los dioses tentados que habían sucumbido, magistralmente pintados por Corregio, también se incorporaron a sus colecciones. Éstas, al fin, se enriquecieron con varias pinturas del flamenco Hans Vredeman de Vries y de su hijo Paul, tras su estancia en Praga, invitados por el emperador: con caprichos arquitectónicos, dos de los cuales –“Arquitectura palaciega con paseantes” y “Arquitectura de palacio con músicos”, ambas pintadas por Hans Vredeman en 1596, y hoy en el Kuntshistorishes Museum de Viena- se incluyen en la presente exposición

Hans Vredeman de Vries (1526-1609) nació en la provincia de Frisia (hoy en los Países Bajos). Fue un arquitecto, ingeniero, escenógrafo, jardinero y pintor. Sus obras de arquitectura fueron escasas, y destacó sobre todo como constructor de fortalezas, como autor de grandes decorados y arcos triunfales para fiestas, desfiles y paradas reales, como diseñador de jardines de nítidos trazados (especialmente de laberintos hechos de setos recortados), como tratadista de varios volúmenes dedicados a la arquitectura y sus órdenes (los grabados de sus obras Variae Architecturae Formae, de 1601, y De Artis Perspectivae, publicado en 1604-1605 en La Haya y en Leiden -algunas de cuyas imágenes tanto parecido guardan con sus cuadros- marcaron decisivamente el rumbo del manierismo nórdico, alejándolo de Italia, e inspiraron a la mayoría de pintores de caprichos manieristas y barrocos, como Viviano Codazzi o Francisco Gutiérrez), y como pintor casi exclusivamente de caprichos arquitectónicos. Quizá sea su obra pictórica la que hoy más se recuerda y se aprecia.
Rodolfo II llamó a Hans Vredeman y a su hijo Paul a fin de que decoraran su palacio. Vivieron dos años en Praga. Pintaron las bóvedas de una de las mayores estancias con escenas ilusionistas en perspectiva y con múltiples grutescos. Sobre los muros destacaban frescos con espacios imaginarios [9]. Nada ha quedado de los frescos que ejecutaron, salvo que los cuadros que realizaron en Praga, hoy en el Kuntshistorisches Museum de Viena.
Los caprichos de Vredeman de Vries como, en general, todos los cuadros adscritos al género del capricho arquitectónico –que se estudia más detalladamente en el siguiente artículo-, muestras exteriores o interiores de palacios, logias, torres –aisladas o no-, templos, templetes y tumbas. En ocasiones, no queda claro si el cuadro muestra a un escenario teatral, un decorado, o un edificio o una ciudad, simples fachadas sin nada detrás, o verdaderos volúmenes habitables. Se trata siempre de arquitecturas reales, nobles. Los edificios están en buen estado, contrariamente a las construcciones que presiden el género –o sub-género- del capricho de ruinas arquitectónicas, melancólicamente dispersadas en la naturaleza, que tanto éxito tuvo en los siglos XVII y XVIII. Las vistas exteriores suelen presentar al o a los edificios rodeados de jardines. Patios y explanadas pavimentadas estructuran el espacio entre los edificios y articulan la inserción de los volúmenes en el espacio exterior.
La arquitectura que Vredeman representa en sus caprichos –y que es ejemplar de la que constituye este género pictórico- posee unas curiosas características que se resumen a una sola: la confusión de los límites o, mejor dicho, su lenta e implacable disolución. Entre el exterior y el interior, lo natural o selvático y lo construido o civilizado, el día y la noche, la vida y la muerte, el presente y el pasado, las fronteras necesarias se desvanecen. El espacio y el tiempo, hasta entonces perfectamente dividido, pautado, se vuelve fluido. Es difícil saber ante qué nos hallamos. Escenas propias de un interior acontecen en el exterior; éste penetra a través de múltiples aperturas en el corazón de los edificios, al tiempo que la vista es incapaz de detenerse, cruza las estancias, sale y prosigue su observación fuera de los muros sin que nada se interponga entre el ojo y lo contemplado. En otros autores, la ciudad se petrifica y se confunde con el risco que corona, y los niveles adquieren el mismo carácter inmemorial que los estratos cristalizados. Por otra parte, edificios de un tiempo presente se anclan en el pasado más lejano. Las arquitecturas imaginarias o fantásticas –los manieristas empleaban uno u otro adjetivo- no son arquitecturas: son “no-arquitecturas”, pues lo que constituye la esencia de la arquitectura, el “temenos” o “templum”, esto es, la acotación o delimitación de un espacio, cuyo trazado, tan sólo dibujado en el suelo o, incluso, representado en el aire por el movimiento de la mano (como hacían los augures etruscos o latinos antes de fundar una ciudad), de inmediato compartimenta el espacio entre un interior, cerrado, protegido, defendido, y un exterior abierto y pronto juzgado como hostil.
La arquitectura, esto es, el espacio habitable, nace cuando se traza una línea (o dos líneas) a partir de un punto o centro que ancla el espacio acotado. El espacio así dibujado se cierra sobre sí mismo: es como una cueva, un vientre, un nido o una concha, espacios primigenios sobre los que Bachelard ha escrito páginas hermosas y esclarecedoras. Pero en los caprichos arquitectónicos, los limites saltan por los aires. Ventanales, que digo, puertas, portalones, arcadas de vuelo imposible, intercolumnados -perdidos al aire libre, entre extensos jardines y un bosque amenazante a lo lejos-, que apenas pautan el espacio, vanos interrumpidos, cada vez más amplios, convierten sólidos muros en telones de teatro desgarrados –la influencia de las escenografías teatrales es obvia. Las ventanas (con vidrios, cuando los hay, transparentes) y las puertas están siempre abiertas de par en par. Éstas no dan nunca a estancias o a pasillos, sino, por ejemplo, a una escalinata en el exterior. Edificios en la lejanía y el cielo se cuelan a través de amplias galerías superiores carentes de cerramientos, cuyos planos verticales están delimitados tan sólo por delgadas columnas y barandillas de piedra. Los volúmenes son cascarones vacíos. La vista se siente más atraída, en todas direcciones, por el exterior que por los interiores que cruza sin apenas detenerse. Los caprichos no parecen invitaciones a recogerse, sino a explorar el mundo. Como si éste, de súbito, ya no encerrara peligros.
El universo del siglo XVI era muy distinto al que pensadores renacentistas como Pico de la Mirándola habían presentado y alabado. Como expone Harries en su hermoso libro Infinity and Perspective [10], toda una serie de descubrimientos, a mediados y a finales del siglo XV, cambiaron radicalmente la percepción del mundo y del lugar del hombre en el cosmos. La tierra dejó de ser el centro el mundo. Se vio desplazada a los márgenes del cosmos, en compañía de astros insustanciales como la luna. Se convirtió en un globo errante y periférico que, junto con otros planetas a los que, hasta entonces había mandado, daba vueltas alrededor del sol. Sin embargo, el ser humano, ligado a la tierra, no cayó. Antes bien, se creció, pese a su recién adquirida posición excéntrica. Fue el hombre el que descubrió –o ¿postuló?- la degradación de la tierra. De sus conocimientos e investigaciones dependía ahora el lugar que ocupaba mundo. Por otra parte, como ya defendió Panofsky en su clásico estudio sobre la perspectiva renacentista, gracias al descubrimiento de la perspectiva –especialmente de los múltiples puntos de vista, como los que estructuran o centran las composiciones de los caprichos arquitectónicos-, sometió el mundo a su voluntad. El mundo sólo mostraba la cara, sólo poseía la cara que el hombre, el artista, tenía a bien mostrar. El mundo, visible e invisible, se ordenaba según lo que el artista decidía, se plegaba a su punto de vista. Sólo al ser humano incumbía poner en evidencia u ocultar (impidiendo que saliera a la superficie –del cuadro) determinar parcelas del mundo. Éste sólo era lo que el artista quería ver y mostrar.
Por otro lado, el mundo se expandió hasta límites insospechados. Nuevos continentes (y pueblos hasta entonces desconocidos, no sólo en Centro América y en América del Sur, sino también en China, de la que, hasta entonces, pese a contactos que se remontaban al mundo romano, como mínimo, poco se sabía a fe cierta, más allá de vagas leyendas e historias fantásticas) salieron a la luz. La tierra (en Occidente), hasta entonces, un espacio reducido, con Jerusalén o Roma en el centro, rodeado de océanos y de tierras ignotas, flotando en medio el cielo, creció y se volvió cada vez más inseguro –más misterioso e incitante, a la vez. El mismo cielo, hasta entonces inmutable, se pobló de estrellas, cada vez más lejanas, cuyo número iba creciendo hasta el infinito, liberadas de la tutela del orbe –los mismos átomos, que el microscopio estaba revelando a los que se atrevían a mirar, aparecían como diminutos asteroides. El mundo era una invitación al viaje, lleno de incertidumbres y peligros, un gran laberinto por desmadejar.
En este sentido, como observa Harries, los caprichos arquitectónicos, mostraban que los muros que encerraban –y protegían- al hombre se estaban desmoronando, por decisión humana o debido al nuevo lugar de la tierra en el macrocosmos y a la cambiada relación entre el hombre, el entorno (y Dios). El espacio infinito se colaba por entre las crecientes rendijas, por las aberturas que ganaban la batalla a los muros cegados, por las arcadas y los pórticos que miraban al campo raso –y que, en ocasiones, se adentraban en él. Los múltiples pasillos, galerías cubiertas y paseos bajo pórticos o pérgolas enfocaban, desde distintas direcciones, hacia el exterior. Éste, además, se infiltraba –o penetraba abiertamente- por entre los numerosos intersticios entre los edificios.
Al mismo tiempo, pasillos y escalinatas, de forma laberíntica, se perdían hacia el interior de los palacios, y trampillas se hundían en el subsuelo (como en un cuadro de van Delen).
El espacio que los caprichos arquitectónicos mostraban era centrípeto. Ofrecía múltiples posibilidades, incitantes, aventuradas e inquietantes, de ser explorado siguiendo las seis direcciones principales, en todas direcciones. El ser humano no podía recogerse ni descansar en él. Antes bien, ventanas y puertas abiertas le invitaban a salir y a recorrer el mundo que se perdía en la lejanía sin que nada se interpusiera. Su curiosidad se veía atraída por los pasadizos que arrancaban del espacio central, por la naturaleza (jardines y, más allá, por campos, bosques, costas y, al final, el mar abierto) que se descubría a través de las aperturas.
Lo que se buscaba alcanzar, el Eldorado prometido al final del largo viaje, el capricho arquitectónico lo exponía, en clave. A un lado de un patio pavimentado con un tapiz de grandes losas de piedra y de mármol multicolores, cerca de un estanque con varios surtidores de agua, o sobre la barandilla esculpida en una explanada vacía, bajo un sol rasante y de tormenta, un pavo real con la larga cola cerrada (en cuadros de Vredeman de Vries) o un loro de gola encarnada (en obras de Vredeman de Vries y de Steenwijk el Joven) posaba o se desplazaba indiferente. Ambos pájaros eran símbolos religiosos. La carne imputrescible del pavo real evocaba la inmortalidad, y su renaciente plumaje, que cada año se renovaba, nociones de muerte y de resurrección. El loro, por su parte, era capaz de transmitir mensajes sin alterarlos. El pavo era un símbolo de Cristo: evocaba su presencia, anunciaba su venida; el loro, a su vez, recordaba el Paraíso. Quizá los cuatro caños del estanque o de la fuente central evocaran los ríos paradisíacos; en el óleo Arquitectura palaciega con música, de Vredeman de Vries, los caños dorados tenían forma de pájaro, quizá de pelicano: éste era un pájaro venerado por los cristianos, un ave, de cuello “alambicado”, que era capaz de dar su sangre por sus polluelos y de resucitar al tercer día, una alegoría de Cristo en la gloria, así como de la piedra filosofal de los alquimistas que se entregaba, se disolvía, se quemaba en el plomo ardiente, antes de resurgir transfigurada en pepitas de oro. En Arquitectura palaciega con paseantes, del mismo artista –y que debía hacer pareja con el anterior- el agua, el agua vital, manaba por los pechos de cuatro esfinges dorados, los cuales, posiblemente, aludían a los enigmas que la vida planteaba, y que el agua cristalina –y la luz- disolvían o resolvían. En la misma obra, a la izquierda, un monito con un objeto esférico en la mano, seguramente una manzana, alude a la Caída de Adán. El animal, de espaldas al resto de la escena, mira directamente a los ojos del espectador y le recuerda, quizá, su condición mortal, lejos del Paraíso. En la mayoría de los caprichos flamencos, desde luego en las obras de Vredeman de Vries, una alta y estilizada torre gótica –diríamos, si el término pudiera aplicarse al arte flamenco, plateresca-, que se alzaba en el fonde muy por encima del resto de los edificios, quizá simbolizaría la presencia o la llegada de la iglesia renovada.

El Paraíso: lugar (físico o mental) que Rodolfo II y los alquimistas que le rodeaban buscaron alcanzar y recrear en la misma ciudad de Praga. El paraíso era el lugar adánico por excelencia, allí donde el primer hombre supo de los designios divinos, conoció los fundamentos y los secretos de la Creación que sólo, posteriormente, algunos profetas y sabios de la remota antigüedad recuperaron y trasmitieron, veladamente, a los hombres que recrearon o reconstruyeron un mundo habitable en medio de las desdichas y los peligros: los “maçons”, los constructores de catedrales. La catedral, de ingrávidos y traslúcidos muros desmaterializados, poblada de altísimas columnas cuyos nervios infinitos se erguían hacia el cielo, y cuyas copas entrelazadas se confundía con la bóveda –celeste-, era el cuerpo presente de Cristo, la bajada a la tierra de la Jerusalén Celeste, del Templo ideado por Dios, del Paraíso renovado gracias a la venida de un segundo Adán, esto es, de Cristo.
La arquitectura no tenía razón de ser ni de estar en el Paraíso. Antes de la caída, el hombre, los primeros seres humanos -Adán y Eva-, no tenían qué temer nada. No tenían enemigos. Su vida no peligraba. El trabajo, duro y penoso, no encorvaba su cuerpo. La enfermedad ni la muerte existían. El Paraíso era Jauja: un jardín –tal es el significado, en persa, de paraíso. Frutos y bienes estaban al alcance de la mano –salvo un fruto, cuyo conocimiento estaba vetado. El espacio estaba en sus manos, se disponía para que lo exploraran. En esta situación, el ser humano no tenía porque esconderse ni protegerse. No le hacía falta trazar fronteras ni muros tenía que levantar, piedra sobre piedra, tras los que guarecerse. Fue un hijo de Caín que fundó la primera ciudad para asentar a los hombres, errantes tras haber sido expulsados el jardín edénico. En Grecia, Prometeo enseñó las artes o técnicas de la arquitectura a los hombres para que pudieran cobijarse, después que la tierra se hubiera súbitamente vuelto yerma y fría, inhóspita y estéril, luego de la maldición que Zeus lanzó a los hombres porque Le habían faltado. Sólo porque la unión entre los seres humanos y los dioses se deshizo, aquellos tuvieron la necesidad de esculpir imágenes divinas y de construir templos para volver a sentir a las divinidades próximas a ellos, y verles de nuevo el rostro.
Las paredes defienden de las inclemencias y de los que no tienen clemencia. Cortan la lluvia y el viento. Impiden que los miedos se enseñoreen de los habitantes. Pero los muros también oprimen. Definen un hogar, que puede ser una cárcel. Entre el nido y el laberinto, la frontera es imprecisa. Los vanos no dejan que la luz llegue a todos los rincones. Instauran zonas de sombra que generan angustia y que se vuelven extraños, ocupados por quien sabe qué fantasmas. Quien no ha dudado antes de descender a una bodega. Los muros limitan la vista (al tiempo que constituyen espacios en alto desde donde escudriñar el espacio y vigilar a los demás). Se alzan, así, muros entre los hombres. Segregan al tiempo que definen centros de poder. Pocos pueden morar detrás de los muros; la mayoría se queda fuera, a la intemperie. Los excluidos son los que carecen de un hogar, los sin-hogar. La casa es una vida; perderla es exponerse a una muerte lenta o al olvido, si antes no se halla un cobijo. A los niños se les castiga impidiéndoles entrar, obligándoles a quedarse en el exterior. La casa está ligada al paso del tiempo, a la muerte. Encierra recuerdos, vivos o dolorosos –que son el testimonio de lo que el hombre ha perdido-, evoca a los ancestros. ¡Ah la casa familiar, causa de tantas disputas sordas!
La aparición de la arquitectura conllevó de inmediato la instauración de las desigualdades; y la subsiguiente aparición de la guerra para derribar los muros altivos. Los muros expresan miedo, y falta de fe en el futuro. Instauran la desconfianza. Mediante la fundación de un edificio, gracias al trazado del perímetro en el suelo, el hombre se apodera de la tierra –tan conscientes eran de la falta que cometían, que los mesopotámicos o los etruscos cumplían con unos ritos gracias a los cuales, al tiempo que agradaban a los poderes ctónicos, a las divinidades de las entrañas de la tierra, trataban de expulsarlas abriendo una profunda herida en el suelo, el surco primigenio que delimitaba la superficie edificada o de la que se apropiaban. Por su parte, los egipcios no empezaban a construir sin haber previamente atraído, mediante plegarias y ofrendas, a un cortejo de divinidades para que asistieran al rito de fundación, asistieran al faraón que lo presidía, y bendijeran sus actos.
En los inicios, en el corazón el Edén, la arquitectura no se necesitaba. Retornar al Paraíso implica ir más allá de las barreras que el hombre había ido erigiendo, abatir o abrir al menos los muros para que la luz penetrase.

El capricho evocaba la muerte de la arquitectura, roída por dentro y fagocitada por el espacio circundante. Pero esta destrucción del entorno en el que el hombre habitaba, su transformación en un espacio temporalmente inhabitable, a merced de la intemperie, era lógica y necesaria. En todo proceso de renovación, de resurrección (físico o espiritual), la destrucción y la muerte previas tienen que acontecer. La vida sólo se alza de las cenizas. Muchos de los temas ocasionalmente escenificados en los caprichos simbolizaban esta muerte violenta, así el juicio de Salomón, la matanza de los inocentes, el caballo de Troya, la huida de Eneas, o la implacable eliminación hasta los cimientos de ciudades como Troya, Babilonía, Sodoma y Gomorra, o Ninive, barridas por espadas flamígeras, antes de la purificación y la renovación del mundo.
Y, de pronto, la luz se cuela por entre los soportales, las puertas y los ventanales de los palacios abiertos a jardines que se pierden en bosques lejanos, por donde parejas, que platican cortésmente, pasean, jóvenes decididos, tocados con un sombrero de anchas alas y una pluma de avestruz, cortejan a damas ataviadas de carmesí que se sonrojan, y músicos tocan plácidamente sentados a la vera de un estanque de aguas que murmuran, como en idílicos jardines medievales que, aislados del mundo, justamente, recreaban a pequeña escala, el esplendor del el paraíso perdido. Los jardines, patios y glorietas en los caprichos manieristas flamencos evocan un universo de inocencia perdido, detenido en el tiempo.
Como bien ha señalado Valdivieso en sus numerosos textos dedicados al pintor barroco español de caprichos arquitectónicos, Francisco Gutiérrez, las construcciones representadas en la obra de este pintor –así como de otros autores de caprichos del siglo XVII- posiblemente fueran evocaciones del Templo de Salomón.
Este templo legendario estaba situado en el corazón de la ciudad de Jerusalén. Fue construido por el pacífico rey Salomón por orden de Dios. El templo se edificó siguiendo los planos y las precisas descripciones que Yavhé entregó al belicoso rey David, padre de Salomón. En el interior del sancta santorum del templo se guardaba el Arca de la Alianza, un tabernáculo portátil en el cual se guardaban objetos sagrados como las tablas de la ley dictadas por Dios a Moisés, restos de maná milagrosamente llovido cuando la travesía del desierto, y la vara de Aarón (hermano de Moisés), mágicamente florecida en medio de las penurias extremas en el mar de arena, que recordaban la alianza sellada entre Dios y su pueblo. El templo, de algún modo, era una reproducción, a mayor escala, del arca.
Jerusalén era el centro el mundo. Su configuración reproducía exactamente a la Jerusalén celeste que flotaba sobre el monte Gólgota, invisible para la mayoría de los seres humanos. De algún modo, Jerusalén era una evocación del paraíso: la tierra donde Dios habitaba. Desde luego, el Templo, tanto el Templo ideal o celestial, ideado por Dios, como su plasmación material a partir del templo radiante, estaba en el centro del mundo, y en tanto que muestra del renovado acuerdo entre Dios y los suyos –gracias al Templo, Dios, que moraba en su interior, podía estar nuevamente en medio de su pueblo-, el Templo era una imagen del edén, que los arquitectos góticos, conocedores de los secretos de oficio que Dios trasmitió a Salomón o a su arquitecto o constructor preferido, Hiram –escogido, enviado e instruido por Yavhé-, trataron de reproducir poblando el interior de las catedrales con bosques de columnas entre cuyos delgados fustes se infiltraban los rayos que descendían de las vidrieras, creando una mágica imagen de bosque primigenio y encantado, de naturaleza virgen.
El cuerpo de Cristo, como ya vimos, era el Templo restaurado. En tanto que Cristo era un hombre a parte entera, el cuerpo humano también era un templo. La resurrección de los cuerpos, en el alba final que restauraría la luz perenne, volvería a abrir las puertas del templo y devolvería a éste la dignidad perdida. La imagen del Templo anunciaba el regreso de Cristo que despojaría las almas de males y sellaría una última y definitiva alianza entre Dios y los hombres. El Templo simbolizaba la llegada del espíritu que, como un gran soplo purificador, disiparía el velo de la noche que cegaba a los hombres. Gracias a la presencia del Templo, las divergencias se diluían, los conflictos cesaban, y la humanidad volvía a ser una. La tierra volvía a ser el paraíso de los orígenes. El espíritu se iluminaba al contemplar el Templo. Su visión ayuda a meditar, a recogerse interiormente, y fortificaba el alma (ayudándola a sobrevivir en unos tiempos tan inciertos).
Los desmesurados templos barrocos cumplían la misma función que los palacios de encaje manierista. Y, sin duda, la misma que, posteriormente, cumplirían los castillos de leyenda, aferrados a riscos vertiginosos, representados en los caprichos románticos (que tanto gustaban, por ejemplo, a Víctor Hugo.) La mítica copa del Santo Grial, que Cristo habría utilizado cuando la Última Cena, y en la que se vertió su sangre tras su muerte, se hallaba guardada celosamente en un castillo situado en lo alto de una cumbre rocosa de una montaña en algún lugar apartado y desconocido: este cáliz legendario , por cuya posesión la Humanidad había batallado a ciegas e inútilmente, simbolizaba la renovación del pacto entre Dios y los hombres, y sellaba la vuelta a la edad edénica. Las esperanzas de los hombres estaban recogidas en esta copa. Su descubrimiento alumbraría a los seres humanos. Su búsqueda implicaba el inicio de un incierto viaje iniciático, el desprendimiento de las ataduras materiales, durante el cual el hombre debía purificarse. Era un recorrido físico, un ascenso hacia la cumbre, al tiempo físico y psíquico.
Todos estos caprichos arquitectónicos evocaban una edad, perdida y recuperada, en la cual el espíritu iluminaba a los hombres, y en la que éstos ya no necesitaban hogares (ante la presencia de la luz, el fuego material era inútil), no requerían un espacio recoleto para el fuego con el que calentarse e iluminarse en medio de la fría noche circundante, porque la luz inundaba al fin, al final de los tiempos, la tierra.

Los caprichos arquitectónicos del siglo XVIII exageraban y complicaban los características de las construcciones barrocas. El tamaño y la distribución de las columnas era más propio de un santuario egipcio, en el que la oscuridad reinante y el aspecto masivo de la estructura evocaba la inhumanidad y la lejanía de divinidad, que de un templo clásico más mesurado y más próximo a los hombres. Los techos, las vueltas y las cúpulas no podían ser más altos; se perdían en la penumbra; la anchura de las bóvedas de cañón y el diámetro de las cúpulas sobrepasaba todo lo que la Roma imperial hubiera podido construir; el Panteón, el templo digno de todos los dioses, empalidecía ante estas estancias cuya visión encogía el alma; las salas, que parecían multiplicarse como en un juego de espejos, eran cada vez más amplias y vertiginosas; las escalinatas y los corredores, tan sobrecogedores como el más complejo y oscuro de los laberintos: se desconocía hacía donde llevaban, salvo al corazón del edificio, situado no se sabía donde, sumido en las tinieblas. La desproporción entre las figuras y la altura y el volumen de los volúmenes y de los espacios, ya acentuada en los caprichos manieristas, era tan grande que parecía imposible que ningún ser humano pudiera pensar en aventurarse en espacios más propios de gigantes, de seres de otro mundo. La visión de estos templos y de estos palacios, cuyo tamaño parecía aún más descomunal debido a que se les representaba desde un punto de vista muy bajo –sin duda, el que tendría un hombre cerca de los edificios- era casi dolorosa. Parecían montañas inaccesibles, barreras infranqueables.
A diferencia de lo que mostraban los caprichos manieristas y barrocos, la arquitectura de los caprichos de finales del siglo XVIII tenía peso: los muros no parecían decorados, finos telones teatrales, bambalinas pintadas que un soplo podía derribar. Aquí, las paredes tenían grosor. ¡Y qué espesor! Cruzarlas llevaba un tiempo. El canto de los muros superaba el de la arquitectura imperial que Nerón hubiera soñado en sus noches de delirios de grandeza. El tamaño de las piedras talladas superaba todo lo imaginable. Su peso y su amenaza se notaban cuando se pasaba debajo de ellas. Su contemplación despertaba imágenes de esfuerzos sobrehumanos, de seres acarreando bloques como quien llevaba todo el peso de una culpa imperdonable. Ni siquiera un héroe maldito como Sísifo hubiera merecido desplazarlos. Se trataba de una arquitectura ciclópea que mano humana alguna había podido levantar.
Los muros eran tan gruesos, las aberturas tan escasas (las ventanas parecían troneras rajadas en un muro ciego), y las sombras proyectadas tan pronunciadas que la luz apenas llegaba en el interior de los edificios, y no disipaba la penumbra en la que estaban sumidas las estancias. Se trataba de arquitecturas que no parecían a punto de disolverse. Antes que fundirse en el espacio exterior, se enfrentaban a él. Erguidas como acantilados cuyo final no se distinguía, se asemejaban más a cordilleras cuyo paso estaba vetado a los humanos que a obras construidas por seres mortales.
El mejor pintor de sobrecogedores caprichos arquitectónicos (y de caprichos de ruinas arquitectónicas) del siglo XVIII, parecidos a los descritos anteriormente fue, sin duda, el artista francés Hubert Robert –inspirado, entre otros, por los grabados de Piranesi. Robert quizá conociera la simbología masónica. Desde luego, tuvo estrechos contactos con destacados francmasones. Así, entre sus protectores, la familia noble de los Choiseul-Stainville, hubieron varios importantes miembros de la francmasonería [11]. Robert fue el proyectista de la tumba del filósofo Rousseau, instalada en la Isla de los Chopos, en Ermenonville, la propiedad del Vizconde de Girardin, cuyo hijo llegó a ser Gran Oficial del Gran Oriente [12]. Llegó a ser amigo del marqués de Lézay-Marnézia, del marqués de La Fayette, de Charles de Wailly, arquitecto y conservador del Museo del Louvre, del que Robert fue director: todos fueron destacados masones [13].
Sin duda, un francmasón suscribiría las palabras siguientes de Paul Valéry en Eupalinos o el arquitecto: “au moyen de ces degrés successifs de mon silence, je m´avance dans ma propre édification; et j´approche d´une si exacte correspondance entre mes voeux et mes puissances qu´il me semble d´avoir fait de l´existence qui me fut donnée une sorte d´ouvrage humain. A force de construire, je crois bien que je me suis construit moi-même.” [14]
En los ritos de la francmasonería, la arquitectura no debía disolverse o desaparecer a fin de que el iniciado, al escapar de los muros que lo aprisionaban, regresase al Ser. Por el contrario, los elementos arquitectónico que constituían un espacio de paso (un espacio en el que se practicaba un rito de paso o de tránsito hacia un estadio nuevo, un estadio más elevado del ser) debían ser superados sucesivamente. El iniciado, enfrentado a la arquitectura descomunal, debía superarse o edificarse ante las dificultades, ante el temor que la arquitectura imponía. Así, la arquitectura le ponía a prueba. Su fortaleza de ánimo debía crecer, y ser más fuerte que la fortaleza que se alzaba, como un muro infranqueable, ante sus ojos. Superarla llevaba al paraíso, al paraíso interior, al reencuentro consigo mismo. El hombre recobraba la unidad perdida. Ya los alquimistas habían insistido en que los experimentos que practicaban eran símbolos de las experiencias interiores por las que pasaban hasta que, al igual que el plomo transmutado en oro, alcanzaban la iluminación. Pero, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XVI, en los ritos de iniciación masónicos, la arquitectura no era un impedimento sino un acicate. Su desmesura obligaba al iniciado a medirse con algo que le rebasaba, que tensaba su entereza.
Los caprichos arquitectónicos ayudaban al espectador a verse o imaginarse al pie de un muro que le cortaba el paso, cruzando puentes inquietantes, entrando en templos que templaban su ánimo. Los caprichos mostraban un complejo recorrido que el iniciado debe recorrer visualmente a fin de enfrentarse interiormente a sus propias limitaciones, a sus miedos. Sólo si mentalmente no se empequeñecía ante la desmesura de los edificios y los espacios de tránsito, sólo si sentía que el viaje no era superior a sus fuerzas, podía llegar a alzarse sobre sí mismo. En este sentido, los caprichos cumplían la misma función que los iconos sagrados: eran un medio para que el ser humano se recogiera y pensara en enfrentarse a sus temores y en cómo solventarlos. Si, tras las reflexiones que la contemplación del capricho o de un emblema despertaba, se sentía capaz de no achicarse, de sobreponerse a su condición mortal, entonces, estaba preparado para remontar la caída e, ilustrado, conociéndose a sí mismo, ir al encuentro de la luz.

El capricho, en general, y el arquitectónico, en particular, fue un género menor, inferior incluso al bodegón, el paisaje y el retrato, todos éstos ya muy por debajo de los dos géneros principales, protagonizados por un gran número de figuras humanas heroicas o santas, como eran la pintura de historia (y mitológica, en especial) y la pintura religiosa. El capricho arquitectónico, junto con el capricho de ruinas, constituía un subgénero del capricho. Los artistas que lo practicaron no son muy conocidos –si bien algunos tuvieron éxito y talleres que producían, más o menos en serie, imágenes muy parecidas. Algunos pintores se especializaron en la representación de edificios y de ciudades debido a las limitaciones que tenían para dibujar figuras humanas (expresivas). El mismo Vredeman de Vries confió a menudo a otros artistas o a ayudantes la imagen de las pocas figuras que poblaban los caprichos. Sin duda, los caprichos arquitectónicos gustaban: eran obras decorativas.

Pero eran también algo más o algo distinto: emblemas acerca de la condición humana. A través de los caprichos arquitectónicos, los artistas habían expresado sus temores acerca del lugar, cada vez más marginal, que el ser humano ocupaba en el mundo, y sus esperanzas de volver a ser el centro de la creación. Las imágenes de espacios construidos que no parecían ser de este mundo evocaban o simbolizaban otras maneras de vivir y de ser.
Aunque el género del capricho, al igual que la mayoría de los géneros artísticos entró en crisis o en declive a finales del siglo XIX, no obstante, se han seguido representando, incluso por medios no pictóricos, espacios ilusorios. Quedaría por saber si estos modernos emblemas son una invitación al viaje, o la plasmación de un mundo al revés, como los jardines infernales del Bosco –contrapuestos al vergel de las delicias, al paraíso- en los que el hombre se ha perdido, quizá para siempre.


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[1] Paola Barocchi (ed), La letteratura italiana. Storia e testi, vol. 32, Scritti d´arte del Cinquecento, t. 3, Riccardo Ricciardi, Milán y Nápoles, 1977, p. 2671, n. 3.
[2] Michel de Montaigne, “De l´amitié”, Essais, cap. XXXIII.
[3] Antón Francesco Doni, Disegno (1544). Citado por André Chastel, La grottesque, Le Promeneur, París, 1988, p. 48.
[4] Giovanni Paolo Lomazzo, Rime. Citado por Nicole Dacos, La découverte de la Domus Aurea et la formation des grotesques à la Renaissance, The Warburg Institute y E.J. Brill, Londres y Leiden, 1969, p- 130.
[5] György E. Szönyi, “Scientific and Magical Humanism at the Court of Rudolph II”, en: Eliska Fucikova, James M. Bradburne, Beret Bukovinska, Jaroslava Hausenblasova, Lumomir Konecny, Ivan Muchka, Michal Sronek (eds), Rudolph II and Prague. The Court and the City, Thames and Hudson, Skira y Prague Castle Administration, Praga, 1997, p. 209-219.
[6] Penélope Gouk, “Natural Philosophy and Natural Magic”, en: Op. cit., p. 232.
[7] Jean Hani, “Corpus Mysticum”, El simbolismo del templo cristiano, José J. De Olañeta, Palma de Mallorca, 2000, p. 55.
[8] R.J.W. Evans, Rudolph II and His World. A study in Intellectual History 1576-1612, Clarendon Press, Oxford, 1973.
[9] Eliska Fuciková, Beket Bukovinská, Ivan Muchka: Rodolphe II. Monarque et Mécène, Cercle d´Art, París, 1990, p. 104.
[10] Karsten Harries, Infinity and Perspective, The MIT Press, Cambridge, Mass. Y Londres, 2001.
[11] Daniel Ligou, Dictionnaire de la franc-maçonnerie, Presses Universitaires de France, París, 1987, p. 266.
[12] James Stevens Curl, The Arts and Architecture of Freemasonry, The Overlook Press, Woodstock y Nueva York, 2002, p. 171-172.
[13] Jean de Cayeux, Hubert Robert et les jardins, Herscher, París, 1987. Consultar además Daniel Ligou, Op. cit.
[14] Citado por Patrick Négrier, Le Temple et sa symbolique. Symbolique cosmique et philosophie de l´architecture sacrée, Albin Michel, París, 1997, p. 170.

sábado, 30 de mayo de 2009

Víctor y Hugo


Que un estudiante universitario crea que Sócrates y Platón son filósofos del siglo XX, que "La Santa Cena" de Leonardo de Vinci es una obra franc-masónica, que Víctor y Hugo son una pareja de escritores, o que Cristo nació en el siglo VII (no sé si aC o dC) (casos verídicos recientes), no son verdaderos problema, lacunas irremediables.

Después de todo, me sorprendió ver, al acabar la carrera de arquitectura, que Mies van der Rohe no era una rubicunda germánica con trenzas, sino que la tal "miss" van der Rohe era un adusto caballero con cara agria. Son datos que se aprenden fácilmente.

Lo grave reside en la falta de criterio o perspectiva que detecta: La catedral del mar o Los pilares de la tierra se convierten en obras de referencia universitarias para estudiar el gótico (en detrimento de los más espinosos tratados de Panofsky, por ejemplo), mientras que El código da Vinci aporta las claves para desentrañar los "misterios" de la obra leonardesca.

Sin embargo, ¿no es acaso esta confusión lógica?

¿No nos pasamos los profesores un año justificando que un urinario es una obra de arte (y no un objeto útil), es decir un objeto que, al pertenecer al mundo de las obras de arte, independientemente de su cualidad, debe ser reverenciado (como así ocurre); que una postal de la Mona Lisa en la que se le han pintado unos bigotes está en pie de igualdad con la obra renacentista reproducida; o que un bote de producto de limpieza Brillo es la obra cumbre del arte de la segunda mitad del siglo XX?

Más que la desaparición de criterios artísticos (irrecuperables), el hecho de que la obra de arte ya no sea necesaria para explicar el mundo (las explicaciones que supuestamente aportan son ridículas), la convierten en un ente decorativo, prescindible, inútil. Y por tanto, rebajado. Todas las obras, entonces, son igualmente irrelevantes. Todas se valen. Pese a que queramos dotarlas de un aura y un misterio que han perdido desde, al menos, el siglo XVIII.

Pero esto no significa que un ready-made sea comparable a una testa de Atenea esculpida por Fidias. No lo es ni puede serlo. La estatua griega abre y explica un mundo. El ready-made no puede. Duchamp era muy consciente del problema. Por eso se dedicó a bromas de estudiante con acné. Lo extraño es que sus sarcasmos fueran tomados en serio. Quizá porque no hemos querido aceptar que el arte ya no nos sirve para entender el mundo y entendernos.

Que un urinario entre en el mundo del arte, implica, se dice, que sea reverenciado, e interpretado (aunque no tenga ni quiera decir nada -lo que agranda su enigma). Sin embargo, este postulado es cuestionable. ¿Quien no tiene algún óleo, herencia familiar, que yace en un desván o en un altillo, y que no invita precisamente a ser tratado con consideración ni a ser interrogado, pese a ser una pintura, y, por tanto, pese a pertenecer al mundo de las obras de arte? Tendríamos que abolir el postulado según el cual en cuanto se decreta que un objeto cualquiera entra a formar parte del mundo de los objetos de arte, éste tiene que ser obligatoriamente descifrado -y tratado con miramientos, como si fuera un fetiche-. Ésta es la actitud que se tiene con los objetos preciados y, sin duda, hay espectadores que aprecian el urinario-como-obra-de-arte, como otros pueden disfrutar con un retrato dominguero. Pero nadie debería imponer su criterio ni exigir genuflexiones ante lo que no merece ser intronizado en el mundo de las obras de arte. ¿Qué obras modernas merecerían ser tratadas como obras de arte? ¿Quien las escoge? Este es el problema. Ya no poseemos criterios. Quizá ninguna. Quizá ya no hagan falta.

Por otra parte, si la obra de arte, a lo largo del siglo XX, ha perdido su "aura", su "carácter sagrado", dicha actitud reverencial ante el urinario-arte evidencia la pervivencia de creencias que ya no son de recibo. Que son ridículas.

Cada cultura, cada época, produce muy pocas obras maestras (es decir, obras de arte consideradas como "obras de arte", "magistrales"): así, por ejemplo, en Egipto, algún retrato de un Sesostris III amargado; en Mesopotamia, el Poema de Gilgamesh y la testa de un duro y, quizá, desencantado Sargon I; Grecia aporta la Ilíada y la Odisea, algún poema de Mimnermo, la estatua antes citada de Fidias, Las Traquinias de Sófocles, quizá el Partenón; es decir: cinco o seis obras en seiscientos años.

La modernidad tiene un poco más de un siglo.
Y, sin embargo, cada ciudad de provincias occidental posee su museo de arte contemporáneo, dedicado al arte de los últimos veinte o treinta años, espacio que tiene que ser, a la desesperada, llenado, lógicamente. En cualquier centro de arte, por pequeño que sea, se acumulan en los almacenes, desde el día de su inauguración, tres o cuatro mil obras. No se ha producido tanto "arte" como hoy en día. Si los materiales utilizados no fueran, en su mayoría, inestables o perecederos, si las técnicas no se volvieran obsoletas tan rápidamente (impidiendo contemplar la mayoría de los vídeos y películas anteriores a los años 90 del siglo pasado), moriríamos aplastados por tanta obra, de dimensiones faraónicas casi siempre: las instalaciones son, en este sentido, antiecológicas. Consumen espacio y energía. Para ¿qué? ¿Alguien las echa en falta?

El siglo XX occidental se ha enriquecido con algunos bodegones de Morandi, algún "collage" cubista picassiano, alguna pintura de Matisse, la capilla del convento de La Tourette, de Le Corbusier, y A la búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust. Y nada más.

Los ready-made deberían estudiarse como lo que son: obras de humor (negro) a la altura de las mejores tiras cómicas periodísticas. Pero nunca como obras que pertenecen al mundo del arte. Y menos como "obras maestras".

Si no, Dan Gordon será nuestro dios. Y El Canto del Loco su profeta.

Por cierto, ¿algo cambiaría?

Ángeles y demonios. Toda da igual